Los “dedazos”, las “roscas” y las internas. Con esa terminología, despojada de academicismo, los politólogos María Inés Tula y Miguel De Luca definen los distintos métodos utilizados por los partidos políticos argentinos para diseñar las listas de personas que, como en octubre de 2025, los ciudadanos deben elegir para que los representen al frente de gobiernos y en los parlamentos.
En Argentina, quién lo duda, predominan los dos primeros métodos nombrados como los preferidos por la dirigencia política para repartir parcelas de poder.
Las internas, viejos hitos que servían para convidar a los afiliados o simples simpatizantes de los partidos para que participen en sus disputas intramuros, quedaron reducidas a la condición de entretenidos y apasionantes recuerdos.
El último intento para acercar a los ciudadanos comunes y corrientes a la vida íntima de los partidos fueron las suspendidas primarias abiertas, simultáneas y obligatorias, inventadas en 2009 y conocidas popularmente como “las Paso”.
Pero ese mecanismo de selección de élites dirigentes nunca cumplió del todo su función: los ciudadanos llegaban al gran día de las votaciones y se encontraban con listas únicas preparadas de antemano para las elecciones generales, por obra de los dedazos y las roscas. Las contiendas intrapartidarias quedaban reducidas, de ese modo, a un costoso simulacro de contienda interpartidaria.
La definición de candidaturas y propuestas políticas es, al final, cosa de unos pocos, que fueron privilegiados por el destino para tomar decisiones en nombre de amplias legiones de ciudadanos.
Las cartas que se ponen sobre la mesa son la fidelidad al líder, el cálculo electoral para preservar el poder, la capacidad de financiamiento, la visibilidad mediática y el poder territorial.
La cocina a fuego lento de las listas, sin receta pública, normalmente funciona entre las cuatro paredes de alguna oficina o de un cómodo living de departamento; o en el mejor de los casos, dentro de una acogedora casa de campo con un bucólico paisaje de fondo. Acuerdos de cúpula, que le dicen.
Ese fenómeno alcanza niveles de sofisticación dignos de una serie de Netflix. Traiciones, pactos secretos, candidaturas sorpresa y una trama que haría sonrojar al mismísimo Maquiavelo.
El comportamiento de la dirigencia política argentina es, en realidad, un fenómeno universal. Al menos eso nos enseñan, desde la Ciencia Política, la “paradoja democrática” del intelectual ruso Moisei Ostrogorski y la “ley de hierro de la oligarquía”, formulada por el alemán Robert Michels.
Paradoja democrática
En su obra La democracia y la organización de los partidos políticos (1902), Ostrogorski describe la burocratización de las estructuras partidarias, que tienden a priorizar la obediencia y sofocan el debate. Lo que empieza como una fiesta popular termina como un cóctel exclusivo con lista de invitados.
Como muestra, valen las próximas elecciones argentinas de medio término: las listas se definieron sin que importara en absoluto lo que la ciudadanía tuviera para decir antes de que sea demasiado tarde.
Los acuerdos entre dirigentes, las negociaciones territoriales y los pactos de supervivencia reemplazaron cualquier intento de competencia interna real y los partidos forzaron listas únicas, que elegantemente suelen ser llamadas “listas de unidad”.
La participación de las bases o de la ciudadanía en su conjunto en las decisiones de los partidos termina así transformada en una quimera. Ostrogorski hoy estaría maravillado con los resultados empíricos de su teoría en Argentina.
Un detalle interesante es el de la lista cerrada, es decir, el menú de candidatos armado de antemano por los partidos sin que los votantes puedan introducir modificaciones o preferencias.
Esa modalidad, la histórica y archiconocida “lista sábana”, es considerada un artilugio con el que la gente vota, pero no elige.
Conclusión: todos pueden votar, pero pocos deciden. O, más bien, todos compiten, pero algunos ya ganaron antes de empezar.
Ley de hierro
Otro adelantado, Michels, formuló en 1911 la “ley de hierro de la oligarquía”, con la que explica que toda organización tiende a concentrar el poder en una élite. Y esa élite, una vez instalada, se aferra al sillón como si fuera el último en el Titanic.
En Argentina, esa ley de Michels no sólo se cumple: se celebra. Los partidos, como ya se explicó, funcionan como estructuras verticales donde unos pocos deciden y la gran mayoría es convidada de piedra.
La dedocracia, sistema de selección donde el dedo del líder vale más que mil votos, es la variante más extrema de esa famosa ley: uno decide, pocos acatan y ejecutan, y muchos aceptan sin alternativas.
Un ejemplo reciente de ese experimento es el que encumbró a Alberto Fernández como cabeza de la fórmula peronista en 2019, secundado por quien lo puso en ese lugar con el total beneplácito de la élite partidaria: Cristina Fernández, claro.
Incluso los partidos que se presentan como “rupturistas” terminan reproduciendo las mismas lógicas. Javier Milei, por ejemplo, construyó un espacio que se define como antisistema, pero donde las candidaturas se deciden en función de la lealtad personal y el visto bueno de su hermana Karina, rodeada por la familia Menem.
La ley de Michels no falla: donde hay organización, hay oligarquía. Y donde hay oligarquía, hay listas cerradas, candidaturas digitadas y una democracia que se parece más a una empresa familiar que a un ágora ciudadana.
Al final, las listas se parecen mucho a las de siempre: cambia el nombre del frente, cambia el logo, pero los apellidos se repiten, como si fueran parte de una dinastía.
La ironía es que muchos de quienes critican el sistema desde afuera lo reproducen con entusiasmo cuando logran entrar.
Politólogo y periodista