La llegada de la democracia el 10 de diciembre de 1983, de la mano de Raúl Alfonsín, no significó una mejora sustancial en el nivel de vida de la población en nuestro país, en términos generales. Hoy, a 37 años de recuperada la democracia, la pobreza alcanza al 44,2 por ciento de la población y va a aumentar, producto de la cuarentena impuesta por el Gobierno nacional.
La posibilidad de elegir a nuestras autoridades no significó una reducción de la desigualdad, el fin de los privilegios de algunos sectores estatales o vinculados con el Estado ni una merma en los niveles de inseguridad. Todo lo contrario: todo eso parece estar en aumento.
La desigualdad, la injusta distribución de la riqueza y el empobrecimiento parecen moneda constante en un devenir lastimoso, encabezado por una clase política que supo y sabe cómo mantenerse al margen de ese empobrecimiento generalizado. Pero lo más grave de estos 37 años de empobrecimiento es que no hay opciones más que las que están a la vista. Parece que este modelo, asegurador de pobreza clientelar, no tiene rival por el momento.
El gobierno del padre de la democracia, Alfonsín, terminó siendo la primera usina de pobres, con una escalada inflacionaria nunca vista en América latina, hasta llegar a 3.079% en 1989. Pero como supo romper con el pasado reciente encarcelando a los responsables de la peor de las dictaduras, pasó a la historia laureado como pocos.
Su sucesor, Carlos Menem -el neoliberal peor recordado por la mayoría- supo controlar la inflación y nos regaló uno de los crecimientos del producto interno bruto más elevados a mediados de la década de 1990 y el índice de pobreza más bajo gracias a que teníamos una moneda fuerte, no había inflación y fabricábamos tantos autos como Gran Bretaña.
Pero una economía sin inflación no les conviene a todos, y menos un peso equivalente a un dólar. Y eso no lo entendió Fernando de la Rúa y, peronismo conspirativo y destituyente mediante, fue desalojado del poder, lo que originó un vacío del que salió victorioso, como no podía ser de otra manera, el peronismo bonaerense, con Eduardo Duhalde como presidente.
El exvicepresidente de Menem realizó la confiscación de depósitos más alevosa de todos los tiempos e hizo disparar la pobreza a niveles nunca vistos, pero no hubo saqueos ni violencia. Dejó así el camino expedito para quien supo hacer de la corrupción una práctica sistemática: Néstor Kirchner, en 2003.
Con la llegada del kirchnerismo y del garantismo jurídico (su principal aliado) se produjo un proceso inverso al menemismo: debilidad de la moneda, vuelta a la inflación, más pobreza, crecimiento sostenido del aparato estatal, mayor injerencia del Estado en la actividad económica, más inseguridad, más presión impositiva y un inusitado incremento de la asistencia estatal a través de planes, cuya implementación es de probada ineficacia en la reducción de la pobreza, pero sí altamente útil en el esquema clientelar propuesto para permanecer en el poder.
El gobierno de Mauricio Macri no alcanzó para hacernos comprender lo nefasto del modelo regresivo propuesto por el kirchnerismo; más bien parece que no supo, no pudo o no quiso hacerlo.
Hoy, la Argentina no prospera. Lo que queda en claro es que el empobrecimiento generalizado que se advierte convive con un sistema de privilegios sindicales, judiciales, políticos, eclesiásticos, deportivos que demuestran que no somos todos iguales. Eso creíamos, pero no somos todos iguales; ni siquiera ante la ley.
*Profesor de Historia