La pretensión de confiscar el Canal de Panamá anunciada por Donald Trump sería exclusivamente un acto de fuerza, sin justificación en el Derecho Internacional. Querer ocupar el paso interoceánico que está en el istmo no tiene lógica jurídica alguna.
En todo caso, a diferencia de lo que planteó sobre Canadá y Groenlandia, hay un marco histórico, que no le da la razón, pero sí una base a semejante pretensión: vislumbrando la importancia estratégica de un paso que conecte los dos océanos, Estados Unidos horadó el vínculo entre la entonces llamada Nueva Grenada y Colombia, a la que la primera había adherido voluntariamente no bien se independizó de España en 1821.
La “Guerra de los Mil Días” con que amaneció el siglo 20 en Colombia allanó el camino para que, en 1903, Panamá se independizara. El proyecto del canal interoceánico existió en Washington antes de que existiera Panamá. Y lo construyó no bien cayó en la bancarrota la empresa francesa que había comenzado a construirlo en 1881.
Eso, en todo caso, le da algún marco histórico a la amenaza de Trump de apropiarse del Canal, retrotrayendo la situación al tiempo previo a los acuerdos alcanzados por Jimmy Carter y Omar Torrijos.
No obstante, un marco histórico no implica un derecho hoy vigente ni una justificación a lo que, de concretarse, sería por parte de Estados Unidos la invasión y ocupación forzosa de un territorio ajeno.
Sin justificación histórica
En el caso de Groenlandia, ni siquiera hay marco histórico que justifique incorporar esa isla a la potencia norteamericana, aunque lo que propone el magnate neoyorquino no es anexarla por la fuerza sino comprársela a Dinamarca.
Lo planteado por Trump sobre Canadá, país al que quiere convertir en “el Estado 51 de la Unión”, tampoco tiene una lógica histórica, más allá de que ambos países fueron colonia de una misma potencia extracontinental: Inglaterra.
La primera población de Groenlandia es indoamericana. Fue la nación Inuit, despectivamente llamada esquimal (comedores de carne cruda) la que llegó hace más de mil años a ese territorio cubierto por los hielos. En el siglo X llegaron los escandinavos en los barcos vikingos capitaneados por Eric el Rojo, el primer europeo en pisar territorio americano. Por eso, trescientos años más tarde, Groenlandia pasó a integrar el Reino de Noruega, que por entonces incluía a Dinamarca.
Cuando Noruega y Dinamarca se separaron en la segunda década del siglo XIX, Groenlandia quedó bajo soberanía de la corona danesa.
Es la tercera vez que un líder norteamericano pretende comprarle Groenlandia a Dinamarca. El primero fue el presidente Andrew Johnson en 1867, el mismo año en que le compró Alaska al zar Alejandro II a precio de ganga: unos 100 millones de dólares actuales.
La segunda oferta a Dinamarca la hizo Trump en su primer gobierno, encontrando un rechazo tajante tanto en el gobierno danés como en Groenlandia. Pero esta vez, Trump eligió otro camino que no pasa por Copenhague: envió a su hijo a Nuuk, la capital de esa inmensa tierra insular. La jugada es convencer los groenlandeses de la supuesta conveniencia de convertirse en norteamericanos.
O sea, Trump quiere hacer con Groenlandia lo que Groover Cleveland, William McKinley y Theodore Roosevelt hicieron con Panamá: alentarlos a separarse del país al que pertenecen.
Razones profundas
¿Por qué le interesa tanto ese territorio? La razón que dará públicamente es geopolítica: Rusia está avanzando con instalaciones militares sobre el Ártico y, para protegerse del expansionismo ruso, Estados Unidos necesita fortalecerse en el Polo Norte.
Pero, seguramente, lo que más le interesa es la riqueza minera y petrolera de Groenlandia y, sobre todo, los mares de arena de gran utilidad para la construcción que va dejando al descubierto el derretimiento de los glaciares merced al cambio climático.
Quizá, los menos de 60 mil habitantes que tiene la isla más grande del mundo podrían tentarse con lo que les prometa Trump. Lo inconcebible es que pueda convencer a los canadienses de convertirse en estadounidenses.
Durante la guerra independentista, las trece colonias de la costa Este enviaron sus ejércitos a ocupar Quebec y Montreal, procurando que los franceses se unan a la lucha contra Inglaterra. Pero fueron repelidos, y en el Tratado de París que definió en 1783 las fronteras entre Estados Unidos y los dominios británicos, quedó establecido el territorio que, casi un siglo más tarde, se convertiría en Canadá.
Hablar de esa potencia desarrollada económica y socialmente que es Canadá como si fuera un Estado fallido de América central, resulta desopilante. Y es por demás inquietante que un líder de Estados Unidos se proponga una expansión que triplicaría el territorio norteamericano de modo tal que rompería los récords expansionistas de los sultanes otomanos, los zares Pedro I y Catalina II, la nomenclatura soviética y el mismísimo Hitler.