La inflación de abril volvió a encender alarmas. El 3,7% registrado por el Indec (Instituto Nacional de Estadística y Censos) pone en evidencia que los esfuerzos del Gobierno nacional por domar el alza de precios aún no consolidan el objetivo.
El impacto se sintió con fuerza en rubros sensibles como educación (21,6%) y alimentos (5,7%), para dejar en claro que los bolsillos de los argentinos siguen a merced de una economía sin brújula clara.
Este panorama contrasta fuertemente con las expectativas generadas por el presidente Javier Milei al inicio de su gestión. El mandatario libertario prometió una drástica reducción de la inflación, al proyectar 18,3% anual para 2025.
Esa meta parecía ambiciosa, pero no imposible si se lograban ciertas condiciones macroeconómicas, especialmente el equilibrio fiscal, la apertura del mercado y la confianza del sector privado.
Sin embargo, alcanzar esos objetivos se ha vuelto cuesta arriba. Las razones son múltiples: desde la inercia inflacionaria que arrastra años de desajustes, hasta la liberación de precios regulados, que impactaron de lleno en servicios básicos.
A ello se suma una volatilidad cambiaria que el Gobierno no logra contener, pese la implementación de un plan de ajuste fiscal que, si bien es consistente en lo técnico, carece de un respaldo político amplio.
El flamante acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, que incluye un nuevo paquete de ayuda financiera y el levantamiento de restricciones cambiarias, aún genera dudas.
¿Hasta qué punto se compromete la soberanía económica del país? ¿Qué nuevas exigencias traerá aparejadas en materia de ajuste y reformas estructurales?
En este sentido, la falta de una comunicación clara y transparente al respecto durante semanas contribuyó a amplificar la sensación de incertidumbre.
Aunque desde el oficialismo el acuerdo con el FMI se celebra como un respaldo a la gestión y como el fin del cepo cambiario, en amplios sectores de la sociedad esperan a ver lo que ocurrirá en los próximos días, luego de un arranque más calmo que lo pronosticado por operadores y economistas.
En este contexto, la inflación no es sólo un dato económico: es un drama cotidiano. Cada punto porcentual representa una angustia más para millones de personas que ven licuados sus ingresos.
La inestabilidad de los precios no sólo impide planificar el futuro: también socava la confianza social en la política, el Estado y cualquier atisbo de previsibilidad.
Y aquí aparece un punto clave que va más allá de la economía: la estabilidad institucional. Porque sin instituciones fuertes, independientes y respetadas, ningún plan económico se sostiene en el tiempo.
Episodios como el de la fallida criptomoneda $Libra, el intento de nombrar vocales de la Corte Suprema por decreto o los ataques discursivos y simbólicos por parte de funcionarios del Gobierno hacia todo lo que no sea un apoyo incondicional, no hacen más que erosionar el tejido democrático. En lugar de generar certidumbre, se profundiza el desconcierto.
La lucha contra la inflación no se libra sólo con recortes y metas fiscales. También se construye desde una política que genere confianza, respeto institucional y cohesión social. Sin estos pilares, ningún modelo económico, por más ortodoxo o disruptivo que sea, podrá sacar al país del pantano.