La ciudad de Córdoba se encuentra frente a una oportunidad que podría ser provechosa para repensar las reglas básicas que ordenan su vida cotidiana.
Un informe de la Justicia Administrativa de Faltas de la ciudad de Córdoba reveló que más de la mitad de las normas sancionatorias del actual Código de Convivencia Municipal tienen una aplicación nula o prácticamente inexistente.
Es decir, de los 225 artículos que prevén sanciones, sólo 42% supera el umbral mínimo de actas labradas. El resto –casi 60%– constituye un cuerpo normativo que no se cumple ni se puede hacer cumplir. Un código que en los papeles sanciona, pero que en la práctica no disuade ni ordena.
Frente a este diagnóstico, el intendente Daniel Passerini tomó la decisión de impulsar una reforma integral del Código sancionado en 2016, que hoy –dicen las autoridades– aparece desbordado por la realidad.
No se trata sólo de actualizar un texto legal, sino de iniciar un debate público sobre qué comportamientos merecen sanción, cuáles ya no tienen sentido y cómo hacer para que las normas sean realmente eficaces.
El Ejecutivo presentó el informe al Concejo Deliberante como insumo inicial de una reforma que, aseguran, se construirá con participación ciudadana.
El plan del municipio apunta a tres objetivos centrales: simplificar el código, fortalecer su aplicación y recuperar su legitimidad. La idea es reducir la cantidad de artículos, eliminar superposiciones, actualizar contenidos y sumar herramientas más disuasivas, como la eventual vuelta de los arrestos por faltas graves.
Esta figura –avalada por la Constitución provincial– se propone como un último recurso para conductas reiteradas o altamente perjudiciales, como manejar ebrio o dañar el ambiente.
Entre las principales novedades que se barajan, están la digitalización total del proceso contravencional, el uso de cámaras como prueba válida, la unificación de criterios en infracciones redundantes y el rediseño de sanciones obsoletas.
Pero más allá de las herramientas legales y tecnológicas, lo que está en juego es algo más profundo: la convivencia como bien común.
Un código municipal no debe ser un conjunto de castigos, sino un acuerdo social. Marca los límites de lo permitido, lo tolerado y lo inaceptable en una ciudad que se quiere habitable y respetuosa.
Cuando las normas pierden vigencia o sentido, la convivencia se debilita y se abre paso el desorden.
Pero mejorar la convivencia social no es sólo sancionar más: es construir consensos, educar en valores cívicos, fomentar el compromiso comunitario y generar canales ágiles para resolver los conflictos.
Si no se aborda este proyecto de manera integral y con una real participación de todas las partes que integran la vida cotidiana de la ciudad –vecinos, comerciantes, sindicatos, escuelas, etcétera–, se corre el riesgo de crear un conjunto legal muy correcto en los papeles, pero que en poco tiempo se transforme en una norma obsoleta.
Hacen falta educación cívica, campañas públicas sostenidas, participación barrial, diálogo intergeneracional y voluntad política para sostener en el tiempo un nuevo pacto ciudadano.
Porque, en definitiva, la convivencia no se impone: se construye.
