Admitir que debido al deterioro social la muerte se ha convertido en una forma frecuente de resolver pendencias en las calles sería como hundirnos resignados en un abismo sin retorno.
Es de suponer, sin embargo, que los poderes políticos y judiciales (es decir, el Estado) tendrán aún a mano las medidas conducentes para revertir una dinámica criminal que agita la desesperanza colectiva.
En la edición del lunes, dimos cuenta que en el puñado de días que han pasado en 2023, ya son cinco los homicidios registrado en Córdoba. La “Córdoba violenta”, como dice el título de la nota.
En este entramado de espanto, abruma la cantidad de adolescentes que mueren enredados en riñas entre bandas antagónicas o directamente por haber sido víctima del ataque de una patota.
Entre los últimos episodios fatales y de amplia repercusión pública y mediática, vale mencionar el caso de Agustín Ávila, el chico de 16 años que fue brutalmente asesinado por una patota durante la madrugada del pasado domingo en Jesús María.
Los testimonios de allegados a la víctima señalan que el adolescente había concurrido en familia a dar un paseo por las inmediaciones del anfiteatro donde se desarrolla el Festival de Doma y Folklore. Y añaden que la barbarie detonó a raíz de que desde un grupo numeroso de jóvenes alguien le arrebató la gorra. La persecución para recuperar lo sustraído fue fatal. La patota reaccionó a golpes contra el chico y su madre, hasta que un puntazo en el cuello selló el final. Agustín Ávila murió desangrado.
No encaja en el sentido común ni en la conciencia ciudadana que la mayoría de los protagonistas de este homicidio tengan entre 15 y y 17 años. “Casi niños”, razonaría un experto en criminalidad.
Por las secuencias y el accionar en grupo de los atacantes de Agustín es pertinente trazar una línea de comparación con el crimen a manos de una patota de rugbiers de Fernando Báez Sosa, de 19 años. El hecho ocurrió el 18 de enero de 2020 en la ciudad balearia de Villa Gesell, provincia de Buenos Aires, y hoy se encuentra en plena etapa de juicio.
Patotas que con notable frialdad y superioridad numérica atacan hasta dejar inerte a la víctima. ¿Cuántos crímenes de estas características se perpetraron antes y después del caso Báez Sosa como para que las autoridades judiciales, policiales y políticas no tomen debida dimensión de lo que nos está ocurriendo?
¿O habrá que esperar otra masacre como la que quebró la vida del adolescente en Jesús María para darnos por enterado que la violencia urbana, con chicos involucrados, no se solucionará sólo con encerrar a uno de ellos en un centro de alojamiento de menores en conflicto con la ley penal?
El diálogo intrafamiliar y las herramientas del Estado para darle contención a la minoridad deben ser objeto de debate para evitar más muertes.
