El Gobierno nacional pretende que el Congreso apruebe en las sesiones extraordinarias una reforma electoral que eliminaría las elecciones primarias abiertas, simultáneas y obligatorias (Paso), los aportes estatales de campaña a los partidos políticos y la obligatoriedad de los debates presidenciales.
Las Paso han generado polémica desde su instauración. Y periódicamente surgen proyectos para eliminarlas. En las primarias pueden participar todos los partidos y coaliciones que lo deseen, pero sólo quedan habilitados para competir en la elección general aquellas fuerzas que obtienen más del 1,5% de los votos. Desde este enfoque, representan una buena herramienta para impedir la multiplicación de las candidaturas ad infinitum y para que las coaliciones diriman sus diferencias internas.
Desde otro ángulo, se cuestiona que candidatos sin posibilidad alguna se presenten al solo efecto de gestionar fondos de campaña, mientras que los oficialismos en general presentan candidaturas únicas y llegan a esa instancia sólo para posicionar a su postulante. Por ello se alega que las Paso son un gasto inútil y se las equipara a una gran encuesta nacional.
No obstante, si los controles funcionan, las Paso pueden ser una contribución del Estado hacia el sistema en su conjunto, aun si algunas fuerzas participantes deciden no dirimir sus candidaturas por medio de esa elección primaria.
Pero más allá de ese debate, la eliminación de las Paso impactaría sobre la ley 27.337, que obliga a participar del debate presidencial a todos aquellos candidatos que hayan superado el piso mínimo de votos requeridos por las Paso. Si se suprimen las primarias, ese requisito deja de ser exigible. Entonces, la reforma impulsada por el Gobierno nacional, antes de que la cuestión de la obligatoriedad se vuelva materia de análisis jurídico, postula la derogación de la ley. Todo debate futuro quedaría así condicionado a la aceptación voluntaria de cada candidato, como de hecho ocurre en jurisdicciones provinciales que no tienen ley de debate obligatorio, Córdoba entre ellas.
A ese cuadro, la reforma electoral añade la reducción de los aportes extraordinarios del Estado para las campañas, permite aumentar el aporte privado y elimina los espacios publicitarios gratuitos en televisión. En ese contexto, propicia varios cambios en el régimen de los partidos políticos para dificultar la existencia de los llamados “sellos de goma”, partidos que no se conforman con el objetivo de llegar al poder sino para lucrar con los aportes estatales –por ejemplo, para impresión de papeletas, antes que se sancionara la ley de boleta única– y, de ser factible, recibir algunos beneficios de partidos más grandes que los tienen en cuenta en su estrategia.
Lo medular del proyecto se sustenta en un único argumento que resulta admisible para la sociedad: bajar el gasto del Estado. Sin embargo, si bien se mira, como en anteriores ocasiones, el verdadero objetivo oficialista parece ser beneficiarse respecto de los distintos sectores de la oposición.
En su momento lo intentó el kirchnerismo, y luego, el macrismo. Ahora es el turno del mileísmo. Por supuesto, nunca es bueno usar los resortes del Estado para favorecer a los propios en detrimento de los demás.
Tal como se definieron sus objetivos, el proyecto representa un lamentable retroceso para la búsqueda de transparencia de los partidos políticos y para la explicitación pública de los programas de acción de los candidatos.