No resulta exagerado afirmar que ningún país al sur del río Grande tiene una legislación laboral más orientada a proteger los derechos del trabajador que Argentina, tanto en lo referido a cuestiones vinculadas con horarios, descansos y vacaciones, como en disposiciones relativas a la salud.
Hay que reconocer que hasta los años 1970, ese conjunto de normativas funcionó como expresión de un mundo hoy casi extinguido.
Ese vasto cuerpo legal fundó el desarrollo de numerosos convenios laborales, algunos muy adelantados para su época, y a la vez cimentó el surgimiento de un poder sindical que marcó la historia del país, en el buen y en el mal sentido.
Los gremios se fortalecieron asociados con las distintas versiones del peronismo que se sucedieron desde la década de 1940.
En ese contexto histórico, adquirieron una fuerza de negociación o de movilización, según las circunstancias, ante la cual claudicaron por igual gobiernos democráticos y dictaduras diversas.
Pero los cambios tecnológicos y sociales –que se produjeron a una velocidad cada vez más acelerada desde entonces– trastocaron ese orden que parecía inamovible.
La consecuencia evidente fue que muchas normas laborales se volvieron obsoletas, ineficaces para regular las nuevas realidades del mundo del trabajo. Y terminaron siendo un obstáculo para el desarrollo nacional.
En paralelo, las numerosas crisis económicas que atravesó la Argentina y el crecimiento del trabajo informal pusieron en cuestión la representatividad de los jefes sindicales.
Además, muchos de estos jefes mostraban y aún muestran un estilo de vida ostentoso, que los hace sospechosos de buscar el beneficio propio antes que el de sus representados. Con un agravante: se han perpetuado en sus cargos mucho más tiempo de lo que soporta la transparencia de las organizaciones democráticas.
El escenario precedente torna imprescindible revisar todo el contexto del universo laboral, para proceder a una necesaria actualización, tema al que apunta el proyecto de reforma laboral del Gobierno nacional que se tratará en los próximos días en el Congreso.
Sin embargo, hay aspectos que ameritan un análisis pormenorizado, sin apresuramientos, que racionalice los aspectos ríspidos y evite la posterior judicialización de la nueva normativa.
Nuestros congresistas deben dejar de lado todo ideologismo en el debate y no aprobar a mano alzada normas que afecten derechos y desnivelen nuevamente la cancha a favor de algunos sectores. También es un requisito imprescindible consultar a todos los involucrados.
Es de esperar una discusión franca e inteligente, para aventar cualquier sospecha.
La urgencia injustificada no es el camino, y debe recordarse, por si acaso, que la experiencia ya fue intentada en otros tiempos.
Como sea, un nuevo orden legal que afecte al mundo del trabajo debe tender a despejar obstáculos, proyectar una nueva etapa de crecimiento económico y no a retroceder al pasado.























