El agravamiento de la enorme crisis político-social de Haití, con su correlato horrendo en el plano humanitario, no deja de ser una noticia vieja. Por lo esperada, se entiende. Nadie podía aventurar que iba a ser otro el desenlace de un proceso extremo de degradación de una sociedad construida a trancas y barrancas a lo largo de 200 largos años. En los últimos días, una poderosa banda armada intentó asaltar el Banco Central del país, una de las pocas instituciones que restan en pie, con un saldo de muertos y heridos que es sólo un dato más en una nómina de violencia diaria espiralizada. Y bien puede suponerse que aún no se ha visto lo peor.
Que las crónicas del momento resalten en rojo al líder mafioso Barbecue, cabeza de un ejército equipado con armas de asalto que recorrió las calles de Puerto Príncipe para exigir la dimisión del primer ministro, Ariel Henry, no es sino un dato concluyente: el país caribeño se está repartiendo entre los señores de la guerra, tal como en los años 1990 ocurrió en otro sonado fracaso de las Naciones Unidas, Somalia, país que hoy tiene tantos gobiernos como regiones controladas por modernos caciques. Con una clara diferencia: Somalia tiene una privilegiada ubicación geoestratégica, de la que Haití carece. Para decirlo sin eufemismos, Haití parece importar poco en el concierto de las naciones.
La única constante de la historia haitiana ha sido la pobreza, cuando no la miseria extrema, con la larga dictadura sangrienta de los Duvalier padre e hijo –que mezclaron homicidios y vudú–, amén de intervenciones norteamericanas que no mejoraron nada. Todas las potencias pasaron por la antigua isla de los taínos que se reparten dos países. Uno de ellos, la República Dominicana, hoy cierra sus fronteras, siempre amenazadas por la expansión de la crisis ajena. Antes fueron Francia e Inglaterra, y hoy es Estados Unidos el que se debate entre intervenir o dejar que la ONU siga aplicando recetas insuficientes y tardías que muestran al poderoso organismo supranacional convertido en una suerte de gigantesco administrador de comedores comunitarios.
El primer ministro Henry ya dimitió a la distancia, sorprendido por la crisis cuando se encontraba en Kenia e impedido de regresar porque el aeropuerto fue tomado por bandas armadas y las fuerzas políticas no atinan a conformar un consejo de administración que seguramente deberá pactar con las cabezas visibles de los nuevos señores de la guerra. La atomización de un país que sólo existe en los papeles sería el próximo paso. Y el recuerdo del asesinado presidente Juvenal Moise es una advertencia.
Lastrada por su propio peso, probada ya en numerosas crisis que su burocracia y una maraña de intereses sectoriales le impiden aportar soluciones, las Naciones Unidas esperan que el Departamento de Estado norteamericano se haga cargo. Y las autoridades de este esperan lo mismo de la ONU. El punto es que Haití importa poco mientras se pueda encapsular el problema. Entretanto, a los haitianos les es asignado un destino de muerte, desnutrición, crisis sanitaria y terremotos recurrentes.
