El Gobierno nacional ya no sólo cuestiona las políticas contra la violencia de género, sino que ahora impulsará un paquete de leyes que buscan, por ejemplo, eliminar la figura penal del femicidio.
En el Foro de Davos, el presidente Javier Milei opinó: “El feminismo radical es una distorsión del concepto de igualdad. Llegamos, incluso, al punto de normalizar que en muchos países supuestamente civilizados si uno mata a la mujer se llama femicidio, y eso conlleva una pena más grave que si uno mata a un hombre solo por el sexo de la víctima. Legalizando, de hecho, que la vida de una mujer vale más que la de un hombre”.
En primer lugar, vale aclarar que el Presidente no hizo referencia a las razones por las cuales el concepto de femicidio existe en decenas de países del mundo.
Tras las polémicas declaraciones, el Gobierno hizo público que trabaja en un proyecto de “igualdad ante la ley”, para dar marcha atrás con todas las leyes que en las últimas décadas incluyeron medidas de protección contra la violencia de género o de discriminación positiva, a los fines de propiciar la participación femenina en determinados ámbitos.
El proyecto también modificaría aspectos de la ley Micaela, que brinda capacitación obligatoria a funcionarios del Estado en materia de diversidad y violencia de género.
Las normas que incluyen medidas de discriminación positiva son, por ejemplo, las que aseguran cupos para la participación femenina: desde los ingresos al empleo público a la inclusión de un 50 por ciento de mujeres en las listas electorales. Con el mismo criterio, se impulsa la eliminación del cupo para personas trans y personas con discapacidad.
El polémico planteo del Gobierno de Milei se inscribe en lo que La Libertad Avanza denomina “batalla cultural”, una avanzada ultraconservadora que comparten casi todas las experiencias de extrema derecha en el mundo. Encabezada, desde hace una semana, por el presidente de Estados Unidos, Donald Trump.
No hace falta hilar muy fino para advertir en esta avanzada los peligros de fomentar la intolerancia, la violencia y la discriminación -más aun, si los discursos se convierten en leyes- y el enorme sufrimiento que implican para las personas involucradas.
Además, si estas ideas se promueven a través del insulto y de la descalificación a personas y colectivos, ya no sólo se trata de fomentar su desprotección, sino que se las coloca a la altura de “enemigos”, en el fragor de la “batalla”. Con todo lo que eso implica para la historia reciente argentina, infestada de brechas.
Aun cuando existan justificadas críticas al accionar de gobiernos anteriores, es necesario distinguir de ellas a las acciones que contribuyeron al intento de tener una sociedad más equitativa, tolerante y amplia, con un reconocimiento de deudas históricas y realidades innegables.
No se puede echar por la borda normas votadas por mayoría, y en las que Argentina fue pionera.
No se puede, bajo el argumento de terminar con un relato, querer imponer otro, en todas las áreas, para todos los sectores.
Allí es cuando la “batalla cultural” se acerca peligrosamente a los límites del autoritarismo.