Tal como ocurre en la naturaleza, sucede en la vida real: si cuando un árbol cae, la selva ocupa el espacio vacante; cuando la sociedad, a través de sus instituciones, abandona un territorio, otras fuerzas proceden a ocuparlo. Esto se constata a diario y en todos los órdenes, dado que el espacio que no se disputa acaba siendo ajeno. Y en esa dialéctica de fuerzas opuestas podría encuadrarse el conflicto que en los últimos días ha llevado a padres y a alumnos a ocupar varios establecimientos escolares de la zona noroeste de la ciudad de Córdoba ante la creciente inseguridad.
Son sucesos que parecen no tener lugar en la agenda de funcionarios diversos, dado que ocurren en zonas urbano-marginales, áreas deprimidas de ese crecimiento inorgánico e irracional que Córdoba ha experimentado en pocas décadas, sin planificación ni mirada futura y con dirigentes poco capacitados, pero bien dotados para esa política de vuelo bajo que consiste en cambiar el nombre de lo que no se controla o inventar soluciones que crean nuevos problemas.
En ese sector de la ciudad –y no es el único–, los docentes dictan sus clases como si estuvieran en una zona de guerra, atentos a la periódica invasión de los establecimientos escolares por parte de elementos marginales que van a la caza de un celular o trafican tóxicos diversos.
Como en una mala película, quienes ejercen la docencia acaban convertidos en personal de seguridad que persigue por los pasillos a elementos extraños, no pocas veces armados, con el peligro que ello implica para sus vidas y las de sus alumnos.
Más doloroso aún que un establecimiento cerrado por la imposibilidad de dictar clases con mediana normalidad es la ausencia de la custodia policial, que debería ser de rigor si existiera algo parecido a una estrategia de seguridad. También lo es la respuesta de las autoridades responsables, que apuestan al silencio ante el cotidiano e indisimulable agravamiento de un problema que se traduce en el paulatino abandono de las zonas urbanas que no se pueden controlar, dejándolas literalmente regaladas para quienes están dispuestos a ocuparlas. Y lo hacen de la peor manera.
La situación se pone más grave: nada más claudicante que constatar que la seguridad de los establecimientos escolares en cuestión se paga; esto es, el Ministerio de Educación debe abonar a la Policía dicha custodia en concepto de servicios adicionales. O sea que un ministerio debe abonarle a otro por los servicios que las fuerzas de seguridad tienen la obligación de cumplir. Un perfecto absurdo argentino. O un inmejorable chiste cordobés.
La seguridad de los ciudadanos debería ser garantizada por el Estado en todos los órdenes, pero mucho más a los efectos de asegurar un normal funcionamiento de las escuelas, para que los más necesitados de educación la tengan y las aulas no pierdan a quienes desertan por temor o cansancio. Lo que estamos perdiendo se llama futuro, por si hiciera falta mencionarlo.
