Llegar al extremo de reconocer que la inseguridad urbana ha modificado nuestros hábitos relacionados con la vida cotidiana es como admitir que los malhechores armados están ganando la batalla.
La comunidad indefensa y la Policía, con fuertes signos de incapacidad y de desorganización para asumir estos desafíos, nos han llevado a tomar recaudos impensados, de modo de no ser víctimas de un asalto domiciliario o en la vía pública a manos de los temibles como huidizos motochoros.
Caer en el facilismo de que, en materia de inseguridad, en Córdoba estamos mejor que en otras grandes ciudades de la Argentina ya no sirve. En términos futboleros, es como “tirar la pelota afuera”.
Con la opinión de especialistas en esta problemática, días atrás publicamos un informe referido a los alcances de la violencia urbana y su repercusión en la vida cotidiana de la gente.
Hay un componente común en los testimonios de algunos damnificados por el delito: “Ya no salimos tranquilos a la calle. Vivimos enrejados”. Es la cruda realidad que hunde a muchos vecinos a padecer una de las peores experiencias de la condición humana: vivir con miedo.
Como refleja el informe, con base en relatos de lectores y de usuarios de La Voz, la gente tiene miedo a dejar la casa sola, a salir con el teléfono celular a la calle, a bajar el vidrio del automóvil y a regresar a casa en colectivo en horario nocturno, entre un profuso listado de temores. Se ha perdido la sana y añeja costumbre de sentarse en la vereda a compartir un momento de distensión con el vecino.
Miedo a ser encañonados cuando sacamos o ingresamos el auto a la cochera de la vivienda o a ser atacado cuando damos un paseo en bicicleta.
Los expertos aportan sus razones y las medidas aconsejables de prevención, pero los índices delictivos en la ciudad de Córdoba se disparan a un ritmo casi diario, a veces con resultados trágicos.
Qué consuelo puede tener la mujer que días atrás fue despojada de un maletín que contenía elementos medicinales para un tratamiento oncológico. Los ladrones la empujaron a ella y a su marido hacia el interior de la vivienda con la saña y el desparpajo de los que están jugados a todo.
No se deben omitir de ningún modo los escenarios que muchas veces aprovechan los malvivientes para perpetrar sus fechorías. Por casos, zonas barriales con calles o plazas mal iluminadas.
Queda claro que, en lo posible, hay que evitar transitar por esos sitios propicios para las emboscadas. Pero quizá en algo aportaría remediar las falencias en el alumbrado público y, sobre todo, tener retenes policiales en alerta permanente.
Los hábitos colectivos se han modificado. Habrá que evaluar que parte de responsabilidad le cabe a una vigilancia policial que, como alegan los vecinos, es laxa e inconstante.
Como siempre, el Estado tiene la misión indelegable de proteger a la gente y de no dar por perdida la batalla contra la inseguridad.
