Un poema injustamente atribuido a Bertolt Brecht dice, en una de sus varias versiones, “primero se llevaron a los comunistas, pero como yo no lo era no me preocupé”, para después enumerar verso tras verso las sucesivas etapas de instauración de los regímenes totalitarios, cuyo trabajo es facilitado por la indiferencia colectiva y por la sensación consecuente de que los problemas siempre son ajenos.
En la Argentina, existe una expresión muy gráfica para describir esa actitud a la vez indiferente y cómplice: “mirar para otro lado”, como si lo que está ocurriendo dejara de ocurrir o careciera de importancia por el simple hecho de que fingimos no verlo o no prestarle atención.
No está de más recordarlo cuando a diario se suceden las pruebas de la deriva autoritaria del presente Gobierno argentino. A la que se suman las no menos preocupantes demostraciones de un enorme grado de tolerancia de buena parte de la sociedad y de la opinión pública, acompañado esto por el torpe silencio de una dirigencia política que parece haber perdido el contacto con la realidad. Lo que se ha dado en llamar “fingir demencia” es hoy el deporte preferido de quienes prefieren esperar a que otros se tomen el trabajo de reaccionar.
La última muestra de este alarmante estado de cosas que, en nombre de la libertad, amenaza avanzar sobre todas las libertades es lo anticipado por el vocero presidencial, Manuel Adorni, quien sin ruborizarse admitió que podría implementarse un botón de corte de micrófono para quienes, en sus conferencias matutinas, realicen preguntas molestas. También se plantea imponer un código de vestimenta, con la peregrina idea de que los periodistas luzcan cual estudiantes secundarios uniformados. Y a ese dislate, que nada tiene de inocente, agregó que podría apelarse a un sistema de votación popular para definir quiénes acceden a la Casa Rosada, amén de fiscalizar las ART de los acreditados.
La frutilla del postre sería la inclusión de influencers libertarios en dichas conferencias.
Todo lo antedicho puede parecer sólo un ejercicio de desmesura en una gestión que todos los días desbarranca en la grosería. Sin embargo, nada hay de inocente en estos desatinos: la prensa es el primer enemigo de los autoritarios y hace ya mucho que el Gobierno nacional lo viene patentizando en sus sistemáticos ataques, muchos expresados en largas charlas que el mismo presidente de la Nación mantiene con periodistas amigos.
Pero no es lo que se hace desde el poder lo que preocupa, sino lo que desde una oposición que no encuentra su eje le permiten, en sociedad con aliados que no diferencian entre acompañar o ser cómplices.
Vale aquí citar a Edmund Burke cuando señaló que “lo único necesario para que triunfe el mal es que los hombres buenos no hagan nada”. Y recordar que el poema citado al comienzo es de Martin Niemöller, exprisionero de Dachau, y concluye diciendo “ahora me llevan a mí, pero ya es tarde”.