No fueron necesarias las consultas a los analistas políticos cuando Pedro Castillo ganó la última contienda electoral peruana con apenas un puñado de votos, obtenidos de un electorado que quería castigar a todo el sistema optando por un candidato ajeno al establishment. Y vaya si Castillo lo era: llegado del interior del país, asociado a un partido minoritario de la extrema izquierda; sin base propia ni demasiado conocimiento del juego grande de la política o la administración pública, lo suyo venía con sello de caducidad. Ocurrió entonces lo esperado.
La destitución del expresidente peruano por el Congreso ratifica, de ese modo, la inestabilidad que ha venido signando los últimos años de Perú, con el Poder Legislativo y el Ejecutivo claramente enfrentados, siete presidentes en 10 años, tres destituidos, varios procesados, alguno encarcelado y hasta uno, Alan García, que tomó la drástica decisión de suicidarse antes de que lo capturaran, en el marco de una sociedad que está en otra cosa, disociada de su dirigencia, que se empecina en sus prácticas prebendarias casi al borde de la autodestrucción.
Pero incluso en este contexto puede decirse que Castillo rompió el molde: nadie esperaba tanto por tan poco.
El depuesto mandatario perdió 60 ministros en poco más de un año, mientras el Congreso se cansaba de rechazarle nombres con antecedentes penales, causas abiertas, protagonistas de violencia de género y hasta un defensor de Sendero Luminoso. A la vez, se acumulaban las denuncias por corrupción del mandatario, de sus parientes y de sus amigos, en un reparto de beneficios con el que Castillo ensayaba tímidas alianzas que le permitieran sobrevivir a un Congreso hostil que, sin embargo, le seguía perdonando la vida porque nadie quería elecciones anticipadas.
De ocurrir estas antes de cumplidos dos años de gestión, también los legisladores deberían irse a su casa. Hombre de claras limitaciones y escasa comprensión de la realidad, Castillo ni siquiera entendió que esa era su garantía de supervivencia temporal, al punto de que el pedido de destitución de esta semana tampoco reunía los dos tercios necesarios.
Inspirado por el fujimorazo de los años 1990, Castillo se apresuró a clausurar el Congreso y tropezó con el Tribunal Constitucional, que dio al asunto el carácter justo: autogolpe. El resto es historia menuda, y Castillo ya es materia de ese olvido que nuestro continente tan bien cultiva. Pero no debería serlo.
Fuera de sus aspectos grotescos, el caso peruano es la clara demostración de que el divorcio entre representantes y representados hace colapsar al más sano de los sistemas y alimenta las aventuras disruptivas que vienen desde los extremos con la promesa de transformaciones radicales expresadas en frases simplistas.
Lo que el espejo peruano nos devuelve es nuestra imagen y la de muchos otros entregados a bailar en primera clase, mientras el agua invade las cubiertas inferiores y un plomero desesperado masilla grietas imposibles. En otras palabras, que el sueño de la razón genera monstruos, algo que no deberíamos olvidar, por el bien de nuestras instituciones.