En los últimos días, se intensificó una controversia de ya larga data entre el presidente argentino, Javier Milei, y un conjunto de artistas críticos, entre quienes se encuentran las reconocidas cantantes Lali Espósito y María Becerra.
Durante la entrevista televisiva que le realizó el periodista Jonatan Viale en el canal TN –en la que el Presidente trató de explicar su comportamiento en relación con el escándalo de la criptomoneda $Libra–, Milei volvió a referirse despectivamente a las cantantes, llamándolas “Ladri Depósito” y “María BCRA”, respectivamente.
Estas declaraciones surgieron en respuesta a críticas previas de las artistas hacia su gestión gubernamental. Lali Espósito, por su parte, respondió a estos comentarios compartiendo un video en sus redes sociales donde se la ve tomando mate mientras suena de fondo su canción “Fanático”, lo que fue considerado una respuesta directa a las críticas recibidas.
Es fundamental reconocer que, en una sociedad democrática, todas las voces tienen derecho a expresarse, independientemente de lo que piensen. También de su origen o de su profesión. El arte, en sus diversas manifestaciones, ha sido históricamente un vehículo para la reflexión, la crítica y el cambio social.
Por lo tanto, descalificar o menospreciar las opiniones de los artistas no sólo es un ataque a la libertad de expresión y a la democracia en su conjunto, sino también una negación del papel esencial que el arte desempeña en la construcción de una sociedad plural y tolerante.
Esto va más allá de las acusaciones hacia las mencionadas en relación con que hubieran cobrado o no fondos públicos por presentaciones pasadas. Aun si lo hicieron, ¿merecen por eso ser descalificadas, y de esa manera?
La actitud de Milei no sólo afecta a las artistas implicadas, sino que también erosiona la investidura presidencial. Un jefe de Estado debe mantener la altura y la responsabilidad que conlleva su cargo y evitar caer en ataques personales que degradan la institucionalidad y fomentan la polarización.
En un contexto de crisis y desafíos sociales, el país necesita liderazgos que convoquen al diálogo y a la unidad, en lugar de alimentar enfrentamientos innecesarios.
La intersección entre arte y política no sólo es inevitable, sino que resulta inherente y hasta necesaria. El arte tiene la capacidad de cuestionar, incomodar y desafiar el statu quo; sirve como espejo de la realidad y como catalizador para el diálogo y la transformación social.
Cuando artistas se pronuncian sobre temas políticos, ejercen su derecho y responsabilidad de participar en la conversación pública, aportando perspectivas únicas que enriquecen el debate democrático. Por ende, es imperativo que tanto los líderes políticos como la ciudadanía en general valoren y respeten estas contribuciones.
El disenso y la diversidad de opiniones son pilares fundamentales de una sociedad verdaderamente libre.
De lo contrario, volveremos –otra vez– al triste lugar de siempre.