Según el Consejo Supremo Electoral de Nicaragua, en las elecciones del domingo pasado, Daniel Ortega obtuvo el 75 por ciento de los votos. Así, el actual mandatario se aseguró un cuarto periodo consecutivo.
Sin embargo, el proceso electoral como tal, y la votación en sí, han motorizado una inédita presión internacional cuyo final no se ve próximo y cuyo resultado es, de momento, difícil de prever.
Las elecciones no contaron con los habituales observadores neutrales internacionales ni fue posible la presencia de prensa extranjera. Previamente, a lo largo del proceso, se canceló la personería de varios partidos políticos; se persiguió ferozmente a medios y periodistas independientes, como lo denunció la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP); siete candidatos de oposición fueron encarcelados, y otros dos pudieron eludir a las fuerzas de seguridad, salir del país y exiliarse. En consecuencia, no hubo verdadera competencia política.
Sólo se permitió que se presentaran candidatos en representación de partidos que operan, en la práctica, como satélites del gobernante Frente Sandinista. Por último, organizaciones no gubernamentales como Urnas Abiertas informaron que cerca del 80 por ciento de la población se abstuvo de votar.
Sobre la base a todos esos elementos, la comunidad internacional evaluó que los comicios fueron un fraude. Josep Borrell, Alto Representante para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad de la Unión Europea, anunció que se tomarán medidas contra el régimen sandinista, ya que el resultado carece de legitimidad.
El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, sostuvo que Ortega y su mujer, la vicepresidenta Rosario Murillo, “orquestaron una pantomima de elección que no fue ni libre ni justa, y sobre todo tampoco democrática”.
En nuestra región, Costa Rica, Colombia, Chile y Uruguay son algunos de los países que tampoco reconocerán los resultados. A propósito, los expresidentes Laura Chinchilla (Costa Rica), Fernando Henrique Cardoso (Brasil), Ricardo Lagos (Chile) y Juan Manuel Santos (Colombia) firmaron en conjunto un documento en el que exhortan a todos los países latinoamericanos a “profundizar el aislamiento internacional del régimen, incluida la suspensión de Nicaragua de la Organización de Estados Americanos (OEA)”, en virtud del artículo 21 de la Carta Democrática Interamericana.
Rusia, Cuba y Venezuela son algunos de los pocos países que se mostraron dispuestos a apoyar la reelección de Ortega. A este pequeño grupo se sumó Argentina, de acuerdo con el mensaje emitido por nuestra Cancillería: “A horas de haber finalizado el acto eleccionario, mantenemos nuestra tradición diplomática de no injerencia en cuestiones internas en otras naciones”.
Como señalamos hace poco, es incomprensible que un gobierno argentino adopte esta posición frente a un país donde se han violado derechos humanos esenciales, como lo comprobó el organismo de Naciones Unidas que dirige la expresidenta de Chile, Michelle Bachelet, y se distorsionó por completo el mecanismo democrático electoral.
Las presiones internacionales contra la dictadura argentina, para exigirle la liberación de los presos políticos y el cese de la violación a los derechos humanos, jugaron un papel importantísimo en nuestro pasado reciente. Sólo quien se olvide de nuestra propia historia podría no condenar el totalitarismo sandinista.
