Allá por los años 1970 un bar de una ciudad suiza expuso un cartel que decía “prohibido para perros e italianos”. No resulta ocioso recordarlo hoy cuando legiones de seres que no tienen país ni patria se arrastran por los caminos y las selvas, rechazados por todos: son sirios, norafricanos, mejicanos, guatemaltecos, hondureños, salvadoreños, venezolanos que tienen por toda posesión su persona y su miseria.
La escena difiere en poco a la que se veía en la Europa devastada de 1945 pletórica de refugiados que nadie quería aceptar.
La nueva gestión de Donald Trump en la Casa Blanca viene recargada con un componente xenófobo que el trumpismo no ha inventado, pero que amenaza con industrializar a niveles exponenciales: el siniestro bagaje de ese fantasma que recorre el mundo, la certeza de que todos los males son atribuibles a todos los que tienen una piel, una religión o un idioma diferente.
Tampoco esto es novedoso, a lo largo de 5 mil años de historia las sociedades más poderosas han explicado su propio fracaso por la llegada de los otros, esas invasiones bárbaras que en el siglo VI terminaron con el Imperio Romano por la sencilla razón de que el imperio era extenso, frágil, costoso e ineficiente.
Sin embargo no hay libro de historia que pueda explicar esa sensación de déjà vu, ese estremecimiento que produce el ver a centenares de individuos cazados en enormes redadas, encadenados como criminales convictos y empujados a las entrañas de aviones que literalmente los arrojan en sus países de origen donde pasarán a engrosar los nuevos campos de refugiados, las nuevas islas de Lampedusa que florecen por doquier, mientras los gobiernos involucrados juegan a arrojarse miles de personas unos a otros cual si se tratara de meras cosas.
Nadie que esté atento a los signos de estos tiempos crueles que nos tocan puede evitar hacer las analogías con esa era siniestra en que los trenes cargados de seres descartados atravesaban la Europa profunda, ante la indiferencia de sociedades que habían tomado la cómoda e interesada decisión de renunciar a su racionalidad y, por ende, a su humanidad para justificarse años después en la supuesta ignorancia de lo que ocurría.
Esa indiferencia es la misma en estos días, y si bien la historia no se repite, sus ingredientes constitutivos sí lo hacen. Esa indiferencia es la materia de la que se nutren las tragedias.
Lo que las sociedades involucradas no atinan a explicitar son las razones de su propio fracaso: el fracaso de países devastados por el populismo, la corrupción sistémica y la torpeza de elites gobernantes, que han sido incapaces de responder a los requerimientos elementales de sus ciudadanos, y el fracaso inversamente simétrico de potencias que han encontrado en su vasto poderío el escollo funcional a la hora de velar por los suyos.
Pero el peor de los fracasos es el de las sociedades dispuestas a aceptar que hay humanidades de segunda. Ese y no otro es el cimiento de los totalitarismos.