La negación ideológica de la problemática medioambiental en el mundo, ahora apoyada por mandatarios como Donald Trump, está alcanzando un grado de irracionalidad de previsibles consecuencias.
Con argumentos que tienen el mismo rigor que la afirmación de que la Tierra es plana, la enfática oposición a la evidencia científica acumulada durante décadas parece anunciar que una nueva era oscura se adueña de la historia contemporánea.
De la misma manera como se discuten las vacunas y se elaboran ridículas teorías sobre el origen de nuestros males, el rechazo de todo lo vinculado con la necesidad de limitar las consecuencias del efecto invernadero adquiere ribetes cuasi religiosos.
No somos ajenos a lo que está sucediendo en buena parte del mundo, donde una plétora de nuevos iluminados se esfuerza por desconocer o rechazar buena parte de los hallazgos científicos de los últimos dos siglos.
Para corroborarlo, el actual gobierno argentino decidió que el país saliera del Acuerdo de Paris y abandonara la Organización Mundial de la Salud, sólo por citar ejemplos cercanos.
En este contexto, donde la verdad demostrada con hechos y experimentos no se diferencia de la simple opinión fanática, de nada valen las advertencias que se suceden de ámbitos académicos. Tales como un estudio de la Universidad de Leeds, en el que se detallan las consecuencias visibles del extractivismo y de la quema incesante de combustibles fósiles, con un saldo de ocho millones de muertes anuales. Cifra que podría reducirse significativamente a poco que se buscaran medios más eficientes de producción y leyes de protección que redujeran una contaminación que afecta al aire y a los mares.
Abunda el citado estudio acerca de los efectos de la emisión de gases de efecto invernadero en la salud pública. Tiene incidencias tangibles en afecciones cerebrovasculares, cardiopatías, enfermedades obstructivas pulmonares, cáncer de pulmón, neumonía, demencia y diabetes, entre otras.
Todo lo cual acaba por constituirse en una pesada carga para los sistemas de salud pública, ya superados por una demanda creciente. Datos demasiado concretos como para atribuirlos a una vasta conspiración.
Las demandas pendientes en esta materia son ya antiguas y las décadas últimas fueron un verdadero desperdicio que ha estrechado el horizonte inmediato. Lo cierto es que la línea de tiempo en materia ambiental no va mas allá de 2050, año que ya está muy cerca y momento en el que será muy tarde para remediar lo irremediable.
Para ser justos, deberíamos señalar que el fundamentalismo no es privativo de los modernos negacionistas. En nada han ayudado en las discusiones las posiciones extremas que, a la hora de debatir las posibles energías limpias, rechazaron in limine la energía nuclear como alternativa, un rechazo que buena parte de Europa hoy lamenta.
Lo que urge es una discusión abierta, alejada de los intereses sectoriales de quienes sólo piensan en maximizar ganancias y de los extremos ideológicos que, a la postre, acaban por ser funcionales lastrando el debate. Lo que debe considerarse, vale insistir en ello, es que la cuenta regresiva ambiental ya comenzó.