Con justificada aflicción por los efectos de un proceso inflacionario desenfrenado, una sólida mayoría del electorado nacional resolvió en las últimas elecciones generales cambiar el rumbo económico.
Eligió retomar la senda de la disciplina fiscal como única vía sensata para evitar que el gasto público desfinanciado y la emisión monetaria sin respaldo actuaran como inductores del aumento generalizado de los precios y la devaluación de los ingresos. Ese rumbo económico distinto se orienta a recuperar la actividad productiva competitiva como motor del crecimiento y garantía de mejora de la vida material de la sociedad.
Apuntando en esa dirección, las autoridades estatales en distintos niveles y jurisdicciones se vieron desafiadas a instrumentar una administración más eficiente. Este criterio implica disciplina fiscal para reducir hasta eliminar todo gasto improductivo, maximizar el beneficio social de los recursos y disminuir la presión impositiva a los niveles necesarios para reactivar la inversión privada, sin desatender los objetivos de infraestructura pública.
Se ha dado, en ese contexto, un debate saludable sobre las prioridades y los instrumentos que las autoridades deben poner en práctica para conseguir esos objetivos.
Las autoridades nacionales sostienen que las provincias y los municipios deben reducir el peso de sus imposiciones para dinamizar las economías locales. Al mismo tiempo, redujeron la asistencia nacional para sostener la prestación de servicios esenciales para la actividad social. Se trata de decisiones que se ajustan a la lógica general de orientar la economía hacia un rumbo de equilibrio fiscal y competitividad productiva.
Pero incluso en el contexto de emergencia existente, en el cual la inflación todavía persiste en niveles elevados, hay posiciones de las autoridades nacionales que merecen ser señaladas por su inconsistencia con los objetivos declamados.
Por caso: la persistencia de una distribución inequitativa de la acción subsidiaria del Estado nacional, que sigue beneficiando al área metropolitana de Buenos Aires en detrimento del resto del país. La misma contradicción surge al momento de debatir el financiamiento de obras de infraestructura pública sin las cuales las economías regionales seguirán padeciendo obstáculos que impiden su competitividad y crecimiento.
La más significativa de las controversias es la que atañe a la reticencia del Estado nacional a reducir la presión impositiva que aplica a través de exacciones como las retenciones a las exportaciones agroindustriales.
El Gobierno nacional se define a sí mismo como adepto a un pensamiento radicalmente favorable al respeto de la propiedad privada y la libertad de mercado; pero demanda disciplina a las provincias para reducir la presión fiscal, mientras aplica el rasero opuesto para mantener imposiciones que oprimen el dinamismo productivo.
Si es cierto el compromiso con el rumbo económico demandado por la mayoría, entonces la Nación debe evitar esa disputa desequilibrada.
No será justo que las consecuencias del tránsito necesario hacia una economía más libre, abierta y con disciplina fiscal las tengan que asumir los gobiernos locales, mientras las autoridades federales mantienen un criterio de subsidiariedad inequitativo, financiado con gravámenes regresivos sobre las actividades más dinámicas de la economía nacional.