Sólo los muertos verán el final de la guerra. Nunca en los últimos 70 años, el aserto atribuido a Platón pero originado en un aforismo del filósofo George Santayana, estuvo más justificado, si se tiene en cuenta la escalada bélica que está convirtiendo otra vez al Cercano Oriente en un campo de batalla, con miles de cadáveres y campos de refugiados como único resultado, mientras los contendientes apuestan a una improbable destrucción total de su enemigo.
Sumido en una crisis permanente desde la creación del Estado de Israel en 1948, ese territorio fragmentado una y otra vez viene amenazando la frágil paz mundial de manera intermitente, a la vez que ratifica –como si fuera necesario– el fracaso de la política en todos los órdenes. Tanto de los protagonistas como de las Naciones Unidas, siempre subsumidas en el rol de impotente testigo de los tejemanejes de potencias que miden fuerzas en espacios ajenos.
De esta manera, el conflicto ha manifestado todas las formas posibles a lo largo de las décadas pasadas: de baja intensidad, regional, por momentos casi global, pero siempre supeditado a la premisa de una convivencia imposible entre los bandos en pugna. Y nada parece indicar que esta vez las cosas vayan a terminar mejor que en las ocasiones anteriores.
Sin embargo, hay aspectos mucho más preocupantes en esta nueva etapa, iniciada tras los sucesos increíblemente crueles del 7 de octubre del año pasado, cuando el ataque terrorista de Hamas masacró sin piedad a centenares de civiles en Israel. Se abrió entonces una caja de Pandora que aún no terminó de mostrar todas sus monstruosidades, en un juego de mutuas exhibiciones de poder que buscan convencer al enemigo sobre la posibilidad de su aniquilación. Un juego en el que un simple error de apreciación podría sumir al mundo en una crisis global.
El aspecto más terrible de todo esto surge de la vietnamización del conflicto, en el que las acciones de uno y otro recaen sobre la población civil, para horror de muchos e impotencia de todos. Mientras tanto, crece la sensación de que cuando esto acabe no habrá victorias para contar y el panorama será el mismo salvo por el número de victimas y la magnitud del daño.
En el caldero de Cercano Oriente, unos y otros tienen el derecho de existir en paz, pero eso no será posible en tanto y en cuanto no se reconozca la humanidad del otro, algo que parece una posibilidad lejana en un conflicto mediado por un odio que los terceros interesados saben azuzar.
Mientras todo esto sucede y pone a buena parte del mundo al borde de la catástrofe, las únicas voces que no son escuchadas son las de los ciudadanos de a pie que, sin distinciones de raza o de religión, sólo esperan de sus dirigentes una cuota de racionalidad. Y esta parte de la simple constatación de que toda la violencia anterior no brindó solución alguna, por lo que es dable suponer que esta vez nada será diferente.
