Argentina ha lucido una vez más sin vacilar ni avergonzarse su profunda vocación por degradarse ante la consideración internacional, la misma que ya ni la toma en cuenta, convencida como está de que somos incorregibles. Lo hizo en Managua, al acompañar con el representante diplomático Daniel Capitanich la reasunción de Daniel Ortega, quien ha poblado las cárceles de Nicaragua con los opositores que no ha podido eliminar. Pero no le ha bastado con esa infamia a nuestra triste diplomacia.
Uno de los invitados al mismo acto era el vicepresidente iraní, Mohsen Rezai, terrorista internacional con un alerta roja vigente de Interpol por haber sido uno de los autores del atentado que voló la sede de la Amia en Buenos Aires, en 1994. Capitanich no sólo no se retiró del acto, como hubiera correspondido, sino que ni siquiera se ha manifestado al respecto, ratificando que es quien es y que piensa como piensa.
Sí reaccionó la Cancillería argentina, urgida por un bochorno que se suma a otros y en el peor de los momentos, cuando intenta encontrar en el mundo una manera de romper el aislamiento que por mérito propio se ha conseguido, aun cuando ello no ha significado mucho más que un comunicado de ocasión a la espera que las aguas se aquieten.
Tampoco en esto hay nada nuevo: no se retiró de inmediato al embajador en Nicaragua, como hubiera correspondido y ello difícilmente suceda por tratarse de un protegido de la vicepresidenta, Cristina Kirchner, y hermano de un aliado del gobierno como lo es el gobernador del Chaco, Jorge Capitanich. Como otras veces, no se trata de casualidades sino de causas y consecuencias.
Esto sucede en momentos en que el embajador en China, Sabino Vaca Narvaja, declara que Argentina optará por la tecnología 5G de Huawei, cuestión sensible para el gobierno de Estados Unidos, y tras la sucesión de gestos de respaldo a Nicolás Maduro, Rafael Correa y Daniel Ortega, la no menos torpe intervención de Rafael Bielsa en la última elección chilena, y los gestos del mismo presidente Alberto Fernández para con países y mandatarios poco democráticos en clara demostración de su extrema ignorancia en la materia.
Nadie sin embargo debería sorprenderse: el país está hoy en donde el Gobierno quiere que esté: imposibilitado de sentarse siquiera a dialogar con los países de primera línea para quienes la Argentina ha dejado de ser una prioridad, y optando por sentarse en torno de la misma mesa en la que se juntan los peores, una caterva de dictadores cuya sola mención horroriza. Hay en ello una clara opción ideológica tanto como el tácito reconocimiento de que si quisiéramos hacer otra cosa no sabríamos cómo.
Sin embargo y aunque sea una mera expresión de deseos sin esperanza, es necesario pedirle a la actual administración nacional que si no está dispuesta a corregir su política exterior, al menos opte por la discreción y se ahorre tanto los errores flagrantes como los gestos ampulosos.
