Los últimos datos sobre VIH en Argentina vuelven a poner sobre la mesa una realidad preocupante. Según cifras provisorias del Ministerio de Salud de la Nación, en 2024 se registraron 6.692 nuevos casos de VIH, un número superior a los 6.311 detectados en 2019.
La tasa de notificación alcanzó 14,2 por cada 100 mil habitantes, lo que muestra una leve pero sostenida tendencia al alza, incluso mayor que la registrada antes de la pandemia.
Sin embargo, lo más alarmante no son sólo los nuevos diagnósticos, sino el momento en que llegan: 45% de las personas recibe su diagnóstico en forma tardía. Es decir, casi la mitad accede a la confirmación de su infección cuando la enfermedad ya presenta un avance significativo.
Este fenómeno, que se repite en otros países de la región, se explica principalmente por las barreras de acceso al testeo: trámites innecesarios, consejerías burocráticas, exigencia de consultas previas y, sobre todo, falta de estrategias que acerquen el test rápido y gratuito a toda la población.
El retraso en el diagnóstico tiene consecuencias graves. Por un lado, limita la efectividad de los tratamientos, que son más exitosos cuando se inician a tiempo. Además, contribuye a la transmisión del virus, ya que muchas personas desconocen su condición.
Especialistas advierten que el problema es especialmente visible en varones cis heterosexuales, un grupo que no suele considerarse en riesgo y que, por lo tanto, queda fuera de las campañas de prevención y de detección temprana.
En este contexto, la reducción en la compra y distribución de preservativos agrava la situación. La Nación interrumpió la entrega regular a las provincias y sólo algunas la suplen con recursos propios. El preservativo es, además de una herramienta de salud pública esencial, símbolo de la política preventiva. Su ausencia no sólo limita la protección frente al VIH, sino también contra otras infecciones de transmisión sexual, como la sífilis, que también muestra un incremento preocupante en mujeres.
Los avances científicos transformaron el virus en una infección crónica que, con tratamiento, permite una expectativa de vida similar a la del resto de la población. No obstante, cuando la atención se interrumpe o el diagnóstico llega tarde, los procesos inflamatorios aceleran la aparición de enfermedades cardiovasculares, hepáticas y renales. También influyen factores sociales: la mortalidad se concentra en varones con bajo nivel de instrucción, reflejo de las desigualdades estructurales que atraviesan el sistema sanitario.
Frente a este panorama, se necesita expandir y universalizar el testeo, acercar el diagnóstico a los varones que hoy no se perciben como población vulnerable y descentralizar el acceso con estrategias innovadoras.
Además, urge restablecer la compra y entrega regular de preservativos, garantizar los controles de carga viral y reforzar el acompañamiento de las personas en tratamiento, para evitar interrupciones.
El VIH ya no es la sentencia de muerte que fue en la década de 1980, pero la indiferencia política puede hacer que vuelva a serlo. Es imprescindible que las autoridades sanitarias no abandonen la prevención. No son gastos superfluos: son inversiones en salud pública, en vidas y en derechos.