La proyección política de las elecciones de octubre está en evolución. Tres indicadores dominantes sintetizan los resultados: el mileísmo obtuvo más del 40% de los votos en todo el país; revirtió una derrota y se impuso sobre el kirchnerismo en la provincia de Buenos Aires, y la conformación de una tercera opción neutral con gobernadores del eje Córdoba-Santa Fe colapsó antes de nacer.
Pero eso es sólo la descripción de superficie en la escena política. De a poco comienzan a aflorar novedades bajo los escombros. Novedades evidentes y de corto plazo, como los intentos de restauración del régimen de gobernabilidad acordado entre la Nación y las provincias. Y novedades todavía incipientes, de más largo alcance, como la eventual reconfiguración del sistema político con nuevos clivajes: bloques que aparecen ahora divididos por factores distintos a la inercia previa.
Las noticias sobre los acuerdos en gestación para estabilizar la gobernabilidad dañada por la campaña provienen de los diálogos entre el Ejecutivo Nacional y los gobernadores. Diálogos que tienen una dimensión conceptual en los debates del Congreso, pero siempre después de la crematística que empieza y concluye en la Casa Rosada.
A las noticias sobre los nuevos bloques coalicionales en formación, conviene buscarlas en el subsuelo territorial. En especial, en los distritos de mayor incidencia demográfica. Por esa razón, el debate interno en el peronismo bonaerense es clave para imaginar el umbral mínimo de calidad que la oposición proveerá de aquí en más al conjunto del sistema político.
En la provincia de Buenos Aires, la discusión opositora se ha tornado caótica. La frágil alianza entre Cristina Kirchner y Axel Kicillof estalló tras la derrota de octubre. El triunfo del 7 de septiembre había soterrado por un tiempo las diferencias. La derrota de octubre detonó las contradicciones, y ahora se multiplican las voces de dirigentes que reclaman una revisión estratégica.
La conducción política priorizó la unidad por sobre la renovación. Ahora advierte que no consiguió ni una cosa ni la otra.
Axel Kicillof y el grupo de intendentes bonaerenses que lo acompañan enfrentan una opción de hierro. Segregados del diálogo nacional por Milei, y señalados como tácticos tan torpes como desleales por Cristina, su margen de acción es nimio.
Necesitan de la Casa Rosada como fuente de recursos, y de los ministros y legisladores provinciales de La Cámpora como fuente de gobernabilidad. Y les urge construir alguna autonomía funcional entre ambos polos para soñar con un proyecto presidencial en 2027. El síndrome de Alberto Fernández es una sombra cercana.
La situación de la expresidenta no es menos grave. Hasta la elección de octubre, la marea de campaña había logrado la proeza retórica de instalar que la corrupción era un problema de los hermanos Milei.
Pero después de la efervescencia electoral, comenzó un juicio oral y público que por su dimensión tendrá una significación histórica. Y la apuntada como el vértice de una asociación ilícita para cometer delitos en perjuicio de la administración pública es la expresidenta Cristina Kirchner, a la sazón ya reclusa por fraude en la causa Vialidad.
“Cuadernos”
El proceso judicial conocido como “cuadernos de las coimas” es la investigación más amplia y profunda de la que haya antecedentes sobre una trama de corrupción históricamente arraigada en el sistema político argentino. Un mapa de las colusiones entre el sector público y el privado: para que alguien cobre un soborno, debe existir quien lo pague.
En la causa Vialidad, quedó claro cómo el Estado era vaciado en beneficio de un socio privilegiado del poder: Lázaro Báez. Pero el último eslabón de la cadena -el del presunto retorno a la familia Kirchner- quedó pendiente de esclarecimiento hasta el juicio Hotesur-Los Sauces, aquellos hoteles que Báez alquilaba para desusar.
En la causa “cuadernos”, en cambio, el circuito que se analizará en audiencia oral y pública aparece completo con toda nitidez: hay funcionarios que admitieron el pedido de coimas, empresarios que reconocieron el pago de las viandas, y ujieres que describieron el trasiego de los bolsos. Demasiados hechos para encalar con ideología.
Para la historia del peronismo posterior a la restauración democrática, es toda una novedad que el liderazgo de Cristina Kirchner haya sobrevivido a estas evidencias. Pero, sobre todo, a las derrotas.
Por primera vez el peronismo quedó entrampado en una opción ideológica, en lugar de su histórica autopercepción como una pragmática del poder. Un “peronismo emasculado”, como dice el ensayista Héctor Ghiretti. Sin reflejos para renovarse antes de que el electorado termine relegándolo cual minoría intensa, en la banquina.
Una de las versiones de esa resignación estratégica pudo constatarse en la renovación de autoridades de la CGT. La central obrera exhibió un intento tibio de relevo en su conducción, en la que siguen influyendo tras las cortinas los veteranos que se resisten al retiro.
Tras una larga hibernación, la CGT se desperezó por el anuncio de una reforma laboral. Ahora la conduce un trío desconocido. Si bien se mira, el referente de mayor proyección que la corporación sindical le ofreció al país en la última década fue un antiguo custodio (de Pablo Moyano) que hoy conduce una potente asociación sin fines de lucro: Claudio Tapia.
Sólo frente a este páramo opositor, Javier Milei consiguió oxígeno para exhibir ante su socio estratégico –la administración Trump– y para retomar la idea de propulsar reformas que conviertan el plan de estabilización en un programa económico.
























