Todo el proceso político que acompañó en Argentina el ascenso del cardenal Jorge Bergoglio al papado, y los vaivenes de su ejercicio desde Roma, recomiendan analizar con una cuota de prudente escepticismo el impacto sobre la escena que quedará en el país tras los funerales que acaban de concluir.
El papado de Francisco no consiguió pacificar en el país las tensiones que impiden desde hace décadas la estabilización de una democracia liberal de economía próspera, aspiración enunciada en las bases de nuestra Constitución. No hay razones para asumir que eso era una obligación del papado, aunque acaso sí fuese una legítima expectativa.
El signo emblemático de esa frustración fue que el Papa fallecido nunca volvió al país. Porque no quiso o porque no pudo; es un debate que quedará abierto por años. Lo cierto es que el momento de mayor cercanía física de Francisco con Argentina fue aquel mensaje enviado desde el avión que lo llevaba a Chile -atravesando el espacio aéreo argentino- en enero de 2018.
Si el papa argentino tenía la intención de regresar a reencontrarse con su pueblo de origen, esa intención no pudo concretarse. Contra su propia doctrina, el espacio pareció ganarle al tiempo.
Como en marzo de 2013, cuando fue elegido Francisco, el sistema político reaccionó tras la muerte del Papa, alimentando el espejismo de una unidad inexistente. Sobreactuando imposturas. Confundiendo el respeto por las ideas de Bergoglio con la adhesión a las ideas de Bergoglio.
Como la escena política parece dominada por pulsiones populistas de signo opuesto, la mayoría de los referentes de opinión se preocuparon por empatizar con la sensibilidad generalizada en la población: el dolor o el respeto por el luto; alguna reivindicación vagamente ideológica y claramente tardía; alguna expectativa (casi una apuesta, postrera y resignada) de que la muerte del Papa consiga la unidad que no pudo en vida.
Cuando el Papa argentino fue elegido en el cónclave de 2013, la incomodidad más perceptible fue la del gobierno de Cristina Kirchner. Los primeros días fueron de tormento. El kirchnerismo había elegido como enemigo a Jorge Bergoglio con tanta convicción e intensidad que incluso después de la fumata blanca salió a hostigarlo con una infamia de las peores: lo acusaron de complicidad con las violaciones a los derechos humanos de la última dictadura. Como decían los soberbios militantes de entonces: “Le tiramos con una lesa”. Abreviatura de lesa humanidad. Delitos aberrantes, imprescriptibles, inalienables.
Ahora que el Papa murió, el que quedó incómodo fue el gobierno de Javier Milei. Antes de ascender al poder, el presidente actual dedicó al papa Francisco un agravio meditado y purulento.
Milei dice que pidió perdón y que fue perdonado. Pero el insulto sigue siendo su conducta habitual; la siguió practicando en los días de duelo por el Papa fallecido y sus alcahuetes defienden la injuria como si el agravio fuese el epítome del derecho a la libre expresión. Lo que no aprendió Cristina en 2013, tampoco parece haberlo aprendido Milei una docena de años después.
Programación habitual
El espejismo de la unidad terminó ayer con el sello de la lápida en la basílica extramuros donde yace ahora el Papa muerto. La Iglesia Católica comenzará en los próximos días un nuevo cónclave, momento democrático inusual para esa institución donde los cardenales elegirán un nuevo liderazgo global.
La política argentina resuella aliviada: sólo un milagro podría entronizar de nuevo a un connacional en la silla de Pedro. Hasta el último concejal en el país de Bergoglio estará en condiciones mañana de volver a su programación habitual: disputa electoral a tiempo completo.
El más ansioso de los actores políticos -el que desea con más intensidad que los rituales vaticanos sean vistos ahora como un espectáculo ajeno a la Argentina- es Milei. En las antípodas, el kirchnerismo se aferrará a la nostalgia selectiva del Papa peronista.
La Casa Rosada consiguió tras el acuerdo con el Fondo Monetario y la flexibilización del cepo cambiario un logro político que usará a fondo en la campaña cuya primera etapa será en la Ciudad de Buenos Aires. El dólar pasó tranquilo la prueba de fuego, y da tiempo al Gobierno para que controle el rebrote de la inflación.
Hasta Kristalina Georgieva, la jefa del FMI, pareció encenderse con un discurso de campaña oficialista, que tuvo que corregir para no irritar a los opositores con su intromisión. En tiempos del último kirchnerismo, Georgieva era presentada como alguien afín al exministro Martín Guzmán. Sensible a las palabras del papa Bergoglio. Georgieva aclaró que habló de las elecciones de octubre en la Argentina no como una convocatoria al voto favorable a Milei, sino como una exhortación al gobierno actual a que mantenga su rumbo. Que no es lo mismo, pero es igual.
La impostura del silencio político por el duelo en Roma tampoco llegó a enmascarar la interna salvaje del kirchnerismo en la provincia de Buenos Aires. Cristina Kirchner y su hijo Máximo fueron derrotados en su intento de impedirle a Axel Kicillof la convocatoria a elecciones desdobladas en el distrito más poblado del país. Pero la disputa sigue abierta en la Legislatura bonaerense por una resolución complementaria: la suspensión de las primarias. El margen de obstrucción de la presidenta del PJ nacional es tan angosto que sigue obligada a levantar como amenaza una candidatura degradante: la de ella misma como legisladora provincial.
Pese a sus elaborados cálculos de ingeniería electoral, sobre Milei y Cristina pesa una acechanza de alcance desconocido. A Bergoglio, la muerte lo absolvió de sus esfuerzos por encarrilar la grieta argentina. A Milei y Cristina, ese mismo deceso les puso –de frente a sus votantes– el ingrato recuerdo de sus intensas apuestas a favor de que la grieta sobreviva.
Cuando el espejismo de la unidad se despeja, queda el sinsabor de la oportunidad perdida.