Luego de varios días de lluvias intensas, el pueblo huele a barro y a flores mustias.
En el aula del colegio, alumnos de cuarto año intentan seguir el relato del docente, cansado él.
Algunos chicos, los de la primera fila, escuchan; otros conversan. Un grupo pequeño, al fondo, mira por la ventana a una paloma.
El incidente, en verdad, es mínimo. Apenas un roce casual entre compañeros, aunque suficiente para desatar el caos.
Un alumno –al que llamaremos R– decide levantarse de su banco en el mismo, exacto e infortunado momento en que otro –lo nombraremos M– camina hacia el pizarrón. Chocan.
El encontronazo provoca que R, robusto él, vea espantado cómo su dedo meñique se dobla de manera antinatural.
M, delgado él, pierde el equilibrio –ya precario, debido a su torpeza adolescente– y cae, tras lo cual estrella su nariz contra el piso.
Todos los presentes, incluido el perro que suele asomarse en horas de clase, giran la cabeza; no tanto por el choque sino por el potente alarido de una compañera al ver el charquito de sangre, impresionable ella.
Hay corridas, aplausos nerviosos y ruido de bancos.
El docente se acerca a M sin tocarlo. Piensa en apretarle la nariz, en poner algodón, en tomar el pulso. No decide, inseguro él.
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El director del colegio, hombre bajito que, sentado en un sillón desvencijado, parece más pequeño aún, intenta calmar a los padres de M, quien ya no sangra y sólo pide, por favor, regresar a casa.
La madre de R –el meñique ya inmovilizado con un vendaje excesivo– entiende y acepta todo, pero debe volver a su trabajo.
La sala de profesores suena a enjambre. El preceptor, buenazo él, consuela con palmaditas a la adolescente del alarido, aún no repuesta.
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Las denuncias de ambas partes son presentadas ante autoridades locales y regionales. De inmediato, medios de comunicación envían reporteros.
Numerosos videos registrados por los compañeros –y por el preceptor– se filtran en las redes. Todo se desmadra.
“Feroz pelea entre alumnos de secundaria”, titula un canal de televisión.
“Interminable violencia juvenil”, encabeza un periódico nacional.
“Un pueblo conmocionado”, concluye un conocido comentarista, vehemente él.
“Hay que bajar la edad de punibilidad”, afirma la ministra, perseverante ella.
Localidades vecinas refuerzan la vigilancia en sus colegios.
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La tensión en el pueblo se ha vuelto insoportable.
Miradas torvas y un silencio amenazante han reemplazado las explícitas discusiones entre los dos bandos, enfrentados aún, pese a haber transcurrido varios meses desde el incidente.
El bando de los “agredidos” sigue sosteniendo la teoría de la conspiración contra M, quien asegura que, desde aquel día, no respira bien por la fosa nasal izquierda.
En el bando de los “agresores”, crece la indignación por la necesidad de un nuevo tratamiento para R a fin de dejar su meñique derecho, derecho.
Algunas familias cambian a sus hijos de colegio, cansadas por la intrusiva investigación ordenada por la Justicia; tarea que no ha dado frutos, excepto por la separación del cargo del director, bajito él, como máximo responsable institucional.
Los corresponsales que aún circulan por el pueblo siguen instalando teorías y sospechas sobre personas de uno y de otro bando.
Y mientras el jefe de la comuna se repone favorablemente de un pico de hipertensión, emocional él, autoridades nacionales analizan enviar fuerzas de Gendarmería.
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Incidente: suceso imprevisto que puede o no tener consecuencias en la salud de los protagonistas, excepto cuando se interponen intereses varios.
* Médico