En mi nuevo libro El medio también existe, parto de una hipótesis que la pospandemia ha evidenciado: los ciudadanos perdieron la confianza en la política o, mejor dicho, en la “mala política”.
La responsabilidad es de los dirigentes que incumplieron sus promesas, se enriquecieron vilmente y empeoraron la calidad de vida de la gente.
Por mala política entiendo la de los extremos; la de los personalismos; la que pelea y no dialoga; la que antepone las diferencias y los conflictos sobre las coincidencias y los consensos; la que no reconoce errores propios ni aciertos ajenos; la que no tiene aliados ni adversarios sino súbditos y enemigos.
Sin eufemismos, hablo de las políticas neoliberales y populistas. No hablo de las políticas liberales a favor de la iniciativa privada y del mercado capitalista, ni de las populares a favor del bienestar general y el Estado social, que las ha habido y muy buenas a la largo y a lo ancho de América latina, sino de sus defectos y sus excesos, respectivamente.
Pues bien, frente a esa polarización que agrieta las democracias latinoamericanas, y particularmente la nuestra, la forma de recuperar la confianza no es la antipolítica, sino la “buena política”; la que busca equilibrios nuevos entre viejos extremos; la que tiende puentes y no cava trincheras; la de la convivencia y el respeto.
Hacen falta políticas humanistas que equilibren lo mejor del pensamiento liberal y lo mejor del sentimiento popular; equilibrios entre el derecho de los ricos a serlo y el derecho de los pobres a no serlo; entre el mercado y el Estado; entre el yo ciudadano y el nosotros pueblo; entre el mérito con igualdad y la lealtad con libertad.
Evidentemente, se puede ser liberal y buscar el bienestar general, y se puede ser popular y promover la iniciativa privada.
Sin convertirse en elitistas, los liberales deben combatir a los gobiernos autoritarios, no a los populares. Sin convertirse en autoritarios, los populares deben combatir a los gobiernos elitistas, no a los liberales.
La “mejor política”, como decía el papa Francisco, necesita que los intelectuales y los dirigentes provenientes del credo liberal y del credo popular se acerquen más allá de partidos o alianzas; que busquen coincidencias entre las diferencias y los consensos entre los conflictos; que dialoguen en serio y no pelen por pelear, superando la polarización.
La derecha “Pest”
En la Argentina de hoy, el “mileísmo” y el “cristinismo” representan esa polarización agrietante. Son minorías intensas, definidas por contraposición a los otros, con mucha repercusión en los medios de comunicación y en las redes sociales.
Al medio, hay una mayoría extensa que quiere otra cosa, pero todavía no tiene voz ni voceros.
El cristinismo está en un proceso de extinción, y lo sabe. Más allá de las valoraciones sobre las presidencias de Néstor Kirchner y de Cristina Fernández (2003-2015), poco queda de la preeminencia política de otrora. Ya no domina al peronismo y apenas conserva alguna cuota de poder en las listas de la provincia de Buenos Aires.
Por el contrario, el mileísmo se autopercibe en alza, creyéndose una “nueva derecha” llamada a liderar una restauración de los valores judeocristianos de un occidente que ha perdido el rumbo a manos de la cultura woke (según malentienden). Todo eso, desde un anarcocapitalismo al que ningún gobernante adhiere en todo el mundo.
En ese desvarío ideológico, este extremo parió la Derecha Fest en Córdoba. Ensimismados en consignas abandonadas tras la caída del Muro de Berlín (el 9 de noviembre de 1989), los participantes –incentivados por el mismísimo Javier Milei– dieron rienda suelta a las pestes del odio, el fanatismo, la violencia y la intolerancia.
El mal de la democracia argentina no es la derecha, sino esta versión chabacana que sólo puede ofender a los defensores de las libertades políticas y económicas.
¿Alguien imagina al uruguayo Luis Lacalle Pou o al chileno José Antonio Kast, para citar a dos representantes de la “derecha latinoamericana”, en una actividad como esta?
Un párrafo aparte para su “ideólogo”, Agustín Laje, un muchacho de escasa trascendencia intelectual, sin trayectoria ni méritos académicos reconocidos. Su flojedad y su endeblez para analizar la compleja realidad del mundo actual lo condenan a un puñado de eslóganes divagantes que sólo pueden festejar quienes no saben ni quieren saber.
En Córdoba no vimos la “fest” de una derecha con valores democráticos, sino la “pest” de una derecha con ínfulas dictatoriales.
Los agravios, las ofensas, las injurias y los insultos que oímos son plagas o alimañas de la democracia. No se las supera reviviendo al otro extremo. Hacen falta dirigentes y propuestas equilibradas, del medio.
*Autor del libro “El medio también existe”