La palabra celebración, para mí, siempre estuvo asociada a la idea de lo festivo. Nunca imaginé cómo sería reunirse a doler, a tramitar la idea nefasta de que una, uno de nosotros no estuviera más vivo. ¿Se homenajea la ausencia? ¿Cómo puede existir la idea de proyectar algo en medio del dolor crudo?
Mi primer velorio fue a los 10 años; insistí en ir. A mi abuela la velaron en el living de su casa. Aún escucho el gemido de llanto de sus amigas. Murió joven y era una de las costureras de Granadero Pringles. Las manos transpiradas de las vecinas me acariciaban la cabeza: “La hija del Negro, qué linda; mirá, la hija del Negro”.
Yo miraba hacia arriba y encontraba a mi papá. Estaba seco como una hostia y con la mirada atenta a atajar los desequilibrios emocionales de mis tíos. Todos lloraban más que mi papá. Entonces, yo me ubiqué ahí, de la mano de él, para atravesar ese día que sería uno de los más tristes de mi vida.
Al poco tiempo, supe que había cosas peores: la despedida de amigos niños, la precariedad psíquica con la que se cuenta a los 12 años para entender que el amigo de la vuelta no estará más.
Desde entonces, siempre dije que odiaba los velorios. Sentía que el ritual era inútil, superficial, con olor a demasiado café quemado y contingentes de desconocidos que llegaban desde lugares inhóspitos a saludar a quienes duelen la pérdida. Porque la diferencia es abismal: están quienes están doliendo y están quienes acompañan.
Me parecía, incluso, hasta algo irrespetuoso que personas que no habían visto en años a quien ya no estaba con vida se acercaran a despedirlo, despedirla. Me parecía desubicado, también, asistir a ese ritual si no era de los vínculos más cercanos a la familia sanguínea o elegida.
Y el debate siempre estaba: si ir o no ir; si valía la pena estar ahí o en los días posteriores; si servía de algo mi presencia en una sala velatoria que nunca es acogedora; si, por el contrario, yo no molestaría.
Fui a muchos velorios; a otros, no.
Con la pandemia, comprobé algo. Los velorios importan, son necesarios. El abrazo, hasta del quiosquero que le vendía el diario a quien dejó la tierra, reconforta, alivia, ensancha la esperanza de que no somos sólo un número que abulta los censos. El ritual ayuda a renovar la idea de que, al fin, algo de comunidad tejemos cuando interactuamos y que nadie pasa inadvertido cuando vive.
En un mundo que reclama urgencia y rapidez, el velorio sigue siendo el único espacio donde se visibiliza el vacío, esa pausa que nunca tendrá final porque hay alguien que ya no está, que deja un hueco que cada persona verá cómo habitar para aceptar la pérdida.
El cariño nunca está de más. Los abrazos, los llamados, el mensaje, algún precario gesto, nunca restan. Y si no se puede abrazar y la compañía se hace a través de barbijos, el encuentro de miradas es suficiente para hacerse eco de que hay un otro que registra que ya no seremos más los mismos sin la que se fue, sin el que se fue.
En ese reconocimiento, en esa empatía sobre el dolor compartido o ajeno, se gesta algo amoroso: dar, estar al lado de quien empieza a contemplar el gran precipicio del duelo. Ese tiempo que nunca alcanza para llorar lo suficiente y entender que alguien se fue.
* Escritora y periodista