La expresión latina deus ex machina nos remite al teatro antiguo. Cuando en la trama de la representación se planteaba una situación que no podía ser resuelta por los simples humanos, mediante una suerte de grúa (machina) descendía alguna deidad que ponía fin a los padecimientos y aportaba una solución inesperada.
La frase parece pensada para el rol que jugó Donald Trump con su apoyo al Gobierno nacional y al sostenimiento del valor de la divisa cuando ya no quedaban soluciones a la vista.
Este poderoso respaldo fue vivido con gran orgullo por la administración de Javier Milei, que ve allí razones para pasearse orondo exhibiendo tan encumbrado auxilio. Pero, claro, se omite considerar que algo no anda bien en la economía argentina, ya que es imprescindible que el Estado más poderoso de Occidente eche manos a su bolsillo y haga su aporte para evitar que el precio del nuestra moneda siga cayendo.
Todo rápido
Quizá nuestra intensa demanda de resultados inmediatos deba atribuirse a la cadencia anual de la producción agraria, que cada 12 meses derrama su aporte de abundancia sobre la economía.
Exigimos cambios instantáneos, nos parece natural que las medidas de cualquier plan tengan, necesariamente, efectos rápidamente palpables. Si no, lo consideramos un fracaso.
Carecemos de la idea misma del esfuerzo prolongado, que en un futuro que se mida en años, lustros o décadas permita recoger los frutos de los sacrificios actuales.
Esta conducta de los votantes va dando forma a las propuestas de los políticos, que obligadamente se ven impulsados a ofrecer y aun a asegurar resultados rápidamente verificables de las políticas que ofrecen.
La respuesta rápida del populismo consiste en planes y emisión monetaria. La abundancia de dinero mueve la economía, pero va creando un infierno inflacionario que luego deriva en retroceso económico.
Muy pronto, la caldera del barco comienza a alimentarse con los maderos de la cubierta. Nada más alejado del populismo que el pensamiento de largo plazo. “En el largo plazo, todos estaremos muertos”, repiten con Keynes, para jerarquizar de un modo excluyente el puro presente.
El ajuste y sus problemas
En la vereda de enfrente, una política que dé prioridad a la obediencia de las leyes del mercado y ponga el énfasis en la eliminación del déficit fiscal, se encuentra con un problema.
Quienes sostengan esta posición, por razones políticas y electorales, se sienten también obligados a ofrecer resultados más o menos inmediatos. La teoría les dicta que el mercado ordenará por su cuenta todas las variables y de ese modo se liberarán todas las potencialidades productivas.
Pero esto no ocurre de la noche a la mañana. Corregir un rumbo altamente inflacionario, eliminar el déficit del presupuesto y bajar el gasto público siempre es acompañado por un fuerte sacudón recesivo que supone baja en la producción, disminución en los ingresos familiares, pérdida de empleo.
Pero la palabra “ajuste” está eliminada del diccionario de las campañas electorales. Es piantavotos. Es preciso garantizar mejoras para mañana por la mañana. Sobre todo, con el antecedente de Mauricio Macri.
A él se le señala el supuesto error de haber transitado de un modo demasiado lento el camino hacia el reacomodamiento de la economía. Resultados inmediatos suponen el ejercicio del poder con energía, puñetazos en la mesa. De ahí se deriva hacia la creencia mesiánica de que, aun en minoría, no se necesitan aliados.
De nuevo el dólar
Pero sucede que los resultados no llegan con la rapidez prometida. La inflación disminuye pero persiste. La producción no aumenta. El empleo no florece. El precio del dinero está por las nubes, lo que perjudica a empresas y a familias.
Y en la búsqueda de controlar la inflación, se apeló a un instrumento tentador pero peligroso: el retraso cambiario. Esto ya ocurrió varias veces en la historia económica argentina. Y siempre terminó mal.
Las frases más famosas de la economía argentina están referidas al dólar. “El que apuesta al dólar, pierde”, aseguró Lorenzo Sigaut. “El que depositó dólares, recibirá dólares”, prometió Eduardo Duhalde. Luis Caputo no pudo resistir la tentación y también sumó lo suyo. Desde el imperativo “Comprá, campeón”, hasta el desesperado “Venderemos hasta el último dólar”. Pero las previsiones hicieron agua: tuvo que venir Trump a salvarnos.
Si el Gobierno no deja que el tipo de cambio flote libremente, se debe a que no confía en el mercado. Teme que la divisa pegue un salto y arrastre a los precios. Y con eso se hunda el principal logro del Gobierno: haber disminuido la inflación. Y se trata de un temor muy razonable.
El oficialismo tiene un problema grande allí. Y no alcanzará con los amigos del norte para resolverlo. El dólar barato distorsiona todos los precios de la economía y anula cualquier intento de eficiencia productiva que tenga por objetivo la exportación.
Por fortuna, el mercado va corrigiendo al Gobierno. Desde el levantamiento parcial del cepo, el tipo de cambio aumentó un 25%, sin mayor impacto en los precios. El pass through (el traslado a precios) se ha tomado un descanso. La recesión ayuda. Pero más tarde o más temprano llegará la factura completa. El retraso cambiario creciente no es sustentable a lo largo del tiempo, en forma indefinida.
Contradecir al mercado no es gratis. Trae consecuencias.
Un liberal debería saberlo de memoria.
Analista político