José Manuel de la Sota fue, antes que nada, un constructor. No sólo de obras, aunque su paso por la gobernación cordobesa esté repleto de escuelas, rutas y viviendas que aún se cuentan por miles. Fue, sobre todo, un constructor político. Supo moldear un peronismo a la medida de Córdoba, sin renegar de su identidad nacional pero con un oído siempre atento a lo que pedía su gente.
De ahí provino una de sus principales virtudes: entender que la política provincial no podía ser mera réplica del tablero nacional; que había que diseñar una identidad propia, con autonomía aunque no con aislamiento.
Su camino hasta 1999 estuvo marcado por la derrota, sí, pero sobre todo por la resiliencia. Por esa serie de golpes que parecían empujarlo a la irrelevancia y que, sin embargo, forjaron al dirigente que finalmente se convertiría en gobernador. La persistencia, más que el carisma, es lo que terminó por definirlo. Aunque, claro, el carisma estaba ahí: esa capacidad de interpelar a cualquiera, de generar una cercanía que pocos líderes logran, de hacer sentir al otro parte de una conversación mayor.
En la Córdoba de la crisis, cuando el país parecía resquebrajarse y la confianza en la política caía en picada, De la Sota eligió responder con gestión. Redujo impuestos, modernizó la administración estatal, buscó financiamiento externo y, en simultáneo, levantó infraestructura social que aún hoy se utiliza como vara de comparación. Comprendió antes que otros que la legitimidad política no se construía sólo con discursos, sino con resultados palpables en la vida cotidiana de la gente.
Pero “el Gallego” entendió algo más: que el poder no podía concentrarse únicamente en la capital provincial ni en los grandes centros urbanos. Su proyecto se desplegó con fuerza en el interior de Córdoba, donde impulsó rutas, escuelas, hospitales y programas productivos que cambiaron la vida cotidiana de miles de familias.
Supo leer que la Córdoba profunda, agrícola, industrial y universitaria era el corazón de la provincia y debía sentirse parte de un mismo destino colectivo. Esa visión del interior como motor y no como periferia también lo conectó con una idea más amplia: la de un país federal de verdad, en el que las provincias no estuvieran condenadas a ser meras proveedoras de recursos, sino protagonistas de su propio desarrollo.
Sin embargo, sería un error leerlo únicamente como un gobernador eficaz. De la Sota también fue un estratega nacional, un dirigente que intentó, por distintas vías, proyectar un camino alternativo para el peronismo en el siglo 21. Su muerte -hace hoy siete años- interrumpió esa ambición y dejó un vacío difícil de llenar. Por eso -y también por muchas características propias, intransferibles- la figura de su hija Natalia cobra hoy tanta relevancia.
Natalia de la Sota representa más que un apellido. Es la encarnación de un legado que apunta a una forma de hacer política: cercana, empática, con capacidad de escucha y, al mismo tiempo, con visión estratégica. Su irrupción en la política nacional rescata la idea de que Córdoba no es una isla; que el destino provincial está atado al del país entero.
Ese legado resulta especialmente valioso hoy, en una Argentina sumida, nuevamente, en la crisis. En tiempos de improvisación, De La Sota encarna la importancia de prepararse antes de gobernar; de estudiar y planificar antes que improvisar. En un país que padece la recesión y el desmantelamiento del Estado, su modelo de peronismo productivista y moderno recuerda que la gestión pública puede ser motor de crecimiento y bienestar.
En una dirigencia que muchas veces aparece distante, su estilo de cercanía y empatía con la gente ilumina un camino distinto. Y frente a discursos que fragmentan y dividen, su visión de una Córdoba integrada a un proyecto nacional señala que no hay futuro posible en el aislamiento.
La herencia del “Gallego” no se limita al recuerdo. Persiste en quienes lo militaron incansablemente; en quienes lo acompañaron en las derrotas y en las victorias; en quienes lo vieron gobernar; en quienes lo votaron; en quienes lo enfrentaron y reconocieron en él a un adversario de peso, y sobre todo, un tipo digno. Persiste, en la posibilidad de que su mirada —la de un peronismo productivista, moderno, inclusivo— tenga continuidad en nuevas generaciones. Natalia, con su estilo propio y sus tiempos, encarna esa continuidad.
De la Sota decía que la política debía entender el descontento de la gente antes de que fuera demasiado tarde. Ese llamado, hoy, sigue siendo urgente. Y acaso sea su hija, con la memoria de su padre como guía, una de las principales dirigentes que tenga la responsabilidad de volver a recordárselo a la Argentina.
*Doctor en relaciones internacionales