Habíamos pasado varios días recorriendo Ciudad del Cabo y, en cada lugar al que íbamos, el fondo parecía el mismo: una gran masa de piedra se imponía en todas las fotos.
Entonces decidimos reservarnos un día para hacer la Table Mountain, famosa por ser la única “maravilla del mundo natural” que hay en África (y hay que decir que es una injusticia porque el continente tiene otros espacios más “maravillosos”, ¿o deberíamos decir “maravilleables”?, que ese).
Como sea, arrancamos temprano y, desordenados como estábamos ese año, nos fuimos a la base de la montaña con una idea vaga sobre cómo recorrerla. Vimos rápidamente en un mapa de papel (no hace tanto de esto, pero no usábamos mucho Google Maps en ese momento) que uno de los caminos de la montaña desembocaba, del otro lado, en el jardín botánico nacional Kirstenbosch, un punto que también queríamos conocer en Ciudad del Cabo.
Subimos en el teleférico cómodamente y nos sorprendió encontrarnos de frente con la belleza de la montaña Lion’s Head (Cabeza de León), que se encuentra contigua a la Table Mountain.
“Si hubiéramos sabido que estaba tan buena, a lo mejor subíamos a esa”, dijimos ingenuos, porque para la Cabeza de León había que sí o sí subir a pie, algo para lo que claramente no estábamos preparados (aunque todavía no lo sabíamos).
El camino se bifurca
Ya arriba (y casi en la cima) sacamos 800 fotos con las diferentes panorámicas que ofrecía el lugar. El sol comenzaba a picar, pero el Atlántico traía hacia la bahía esa brisa de freezer que tanto ayuda a mitigar en calor en esa parte del mundo.
Nos dispusimos a seguir uno de los tantos caminos señalizados que tomaban los turistas. Todos parecían muy convencidos de lo que estaban haciendo y, si bien había varios senderos, nosotros decidimos ir con la mayoría hacia la zona en la que creíamos que estaba el botánico.
Sacábamos fotos de todo, de las plantas, de algunas flores, de la vastedad del paisaje, hasta que el panorama comenzó a cambiar, a ponerse más yermo, menos tupido. Lo mismo pasó con la gente. Habíamos salido varios y muchos parecían haberse quedado en el camino o haber cambiado de senda.
En un momento determinado, el sendero marcado con unos hitos de piedra amarilla se bifurcó en dos: uno parecía atractivo porque tenía algo de vegetación y el otro viraba hacia una zona medio desértica, aunque con algunos turistas. Quise tomar esta última por una cuestión de seguridad, pero mi compañero insistió en que la otra se veía más linda. Luchamos un rato con nuestros argumentos, y terminó ganando él.
Hoy, después de ese día y de otros, sabemos que sufre de desubicación espacial y que no debe tomar esas decisiones solo.
Seguimos contentos el camino marcado con algunas flores y arrancó una especie de descenso que tomamos como una buena señal, pese a que llevábamos un par de horas de caminata y estábamos acercándonos al mediodía sin casi nada de agua en nuestras botellas de reserva.
En ese momento crítico nos topamos con un mapa. Y ahí estaba la evidencia de que habíamos tomado mal el camino y volver implicaba varias horas y un poco de subida.
También advertimos que no había otros turistas en la zona. Hubo momentos de pánico, discusión, de “yo te dije”, de “qué sabía yo”. Decidimos seguir la marcha un poco más, ya no podíamos mirar hacia atrás. Media hora más tarde, como una aparición, vimos una especie de lago con una casita al lado.
No había signos del botánico y yo, quizás por la desesperación, empecé a sentir sed, calor y cansancio, todo junto.
El mejor conductor del mundo
Mi compañero seguía confiado en que llegaríamos a buen puerto si sólo seguíamos caminando, un razonamiento que en ese momento me generó más bronca que tranquilidad, y lo sé, no porque lo recuerde hoy, sino porque lo dejé asentado con ira horas después en mi diario de viaje.
Lo que sí recuerdo como si fuera ayer es aquella bajada desesperada hasta llegar al dique. Fue como cuando uno siente que se hace pis y de repente encuentra un baño. Esos últimos metros son de pura impaciencia.
Llegamos y encontramos a una persona. En un inglés pésimo (empeorado por la situación) le contamos que nos habíamos perdido. Le dijimos que queríamos llegar al botánico y, como no nos entendió, saqué el mapa para señalarle un punto.
No recuerdo qué fue lo que nos dijo, pero luego nos ofreció sacarnos del valle en una especie de pequeño camión que llevaba materiales junto con otros obreros. Nos preguntaron si queríamos ir en la parte trasera, al descubierto (hoy que lo pienso, creo que lo hicieron porque pensaban erróneamente que para nosotros eso era una aventura) y le dijimos que no, gracias.
Nos sentaron junto al conductor y mandaron a uno de los trabajadores atrás. Bajamos por un camino escarpado en el que apenas cabía el vehículo. Como no sobraba lugar a los costados, yo no podía dejar de pensar en qué pasaría si venía algún otro camión de frente.
El miedo se fue disipando cuando descubrimos que el paisaje cambiaba de repente. Había más bosque y los árboles se veían gigantes. “No podemos estar tan lejos del botánico”, pensé.
El conductor, al que yo luego consideré desde ahí el mejor del mundo, nos dejó abajo, en la ruta, cerca de unos paradores en una zona de un verde que solo se interrumpía con opulentas mansiones que tenían guardias en la puerta.
Le dejamos una “propina” de poco más de 10 dólares (se merecía más, pero no podíamos quedarnos sin dinero a esa altura) y nos guardamos un poco para entrar en el bar, comer algo y pedir un Uber con el wifi del lugar.
Risas catárticas
Ya adentro, nos anoticiamos de que no había tal wifi. Enojados, pedimos algo para tomar (seguíamos muertos de sed) y pensamos cómo salir de ahí camino al botánico. No había más opción que caminar y, aunque ya estábamos hartos y cansados, no quedaba otra que rogar que alguien nos recogiera en el camino y nos invitara a acercarnos.
El conductor que nos sacó de la montaña nos había asegurado que faltaban unos cinco kilómetros hasta el botánico, así que calculamos que a más tardar (si no encontrábamos taxi o alguien que nos llevara) demoraríamos una hora en llegar. Y llegamos.
En la puerta nos recibieron dos guardias que amablemente nos indicaron que ese día el botánico estaba cerrado.
Con el último hilo de aliento, les contamos lo que nos había pasado y de lástima nos consiguieron un auto que, por unos cuantos rand sudafricanos, nos dejó en la puerta del hostel, a salvo.
Después de comer algo y preparar un mate, subimos a la terraza del hostel y, mirando el atardecer repasamos lo que nos había pasado, nos largamos a reír. Fue una risa catártica, como si expulsáramos la tensión que habíamos guardado por horas con carcajadas limpias, genuinas y ruidosas.
Entonces tomé el celular entre risas, repasé el trayecto fallido en Google Maps y encontré aquel dique de agua en medio de la montaña en donde nos habían rescatado. Fue entonces cuando lo vi. En el mapa decía: “Valley of Isolation”.
El lugar en el que nos desesperamos, en el que no sabíamos si saldríamos con vida, se llamaba Valle del Aislamiento (¿o sería mejor traducirlo como “de la desolación”?).
Le mostré a mi compañero el hallazgo y los dos nos echamos a reír, aunque esta vez ya no era tan gracioso.