Hay características que adjudicamos a los animales como certezas aprendidas en revistas escolares: los perros son fieles, los gatos son ariscos, las vacas son curiosas. Pero basta con tener algunos cerca para descubrir que la generalidad de una especie no siempre aplica a cada individuo.
Al fin de cuentas, no todos los cordobeses nos desvivimos por el fernet ni tenemos talento innato para contar chistes.
Cualquiera que tenga un gato, por ejemplo, sabrá que esa idea de que son seres independientes es solo mala prensa: te siguen como una sombra, te esperan en la puerta del baño, y se las arreglan para dormirse a una discreta distancia en los pies de la cama y amanecer sobre tu almohada.
Tengo una gata que odia la leche, compartí mi infancia con una dóberman dulce como un caniche y los mosquitos de mi casa siguen picando en otoño.
El safari
Este verano, nos fuimos en familia a las Sierras de vacaciones. La idea era huir de las multitudes y olvidarnos de usar barbijo.
Así que llegamos a una especie de páramo en Calamuchita, cerca del río y lejos de todo, en el que estuvimos aislados de otras personas, pero rodeados de bichos y de plantas.
Para mi hijo, un niño de 4 años que nunca pisó un zoo y que vivió la mitad de su vida en pandemia, esos días eran lo más cercano a un safari. Conoció la voracidad de las langostas, el tamaño de los caranchos y el sonido a carcajada de bebé siniestro que hacen los zorros por la noche.
También aprendió instrucciones elementales de seguridad: hay que evitar el sol de la siesta, cuidarse de los tábanos.
Unos amigos que tienen una cabaña cerca y con quienes compartimos los primeros días se encargaron de instruirnos en los demás datos indispensables para sobrevivir: cuidar el agua que consumimos, nunca abrir la puerta de la casa sin dejar una piedra que la sostenga (no tenía picaporte del lado de afuera), caminar haciendo ruido para que las víboras se aparten.
En una de esas caminatas me quedé mirando intrigada la tierra removida alrededor de un árbol. Parecía que una pala mecánica la había destrozado de manera nerviosa. Volví a ver lo mismo entre otros pinos y caminos.
–Son jabalíes –me explicó nuestro anfitrión–. Se volvieron plaga por acá. Pero no se preocupen, tienen más miedo ellos que nosotros y solo salen de noche.
Cuando era chica, lo único que pensaba al escuchar hablar de jabalíes era en los manjares asados que se hacía con ellos Óbelix. Como muchos, me sorprendí en los últimos años con videos virales de piaras de esos chanchos cruzando las rutas de Córdoba como turistas apurados.
La historia me parece tan insólita como la de los hipopótamos de Pablo Escobar, que los hizo traer de África a su hacienda. Cuando a él lo mataron, ellos se escaparon. Se reprodujeron sin pudor y hasta el día de hoy asustan a baqueanos en los ríos de Colombia. O como la historia de los castores en Ushuaia, que con la tenacidad de sus mordiscos cambiaron el curso de aguas y aniquilaron bosques enteros.
En todos esos casos, el problema es el mismo: alguien tuvo la brillante idea de importar animales de otros continentes para sus propios fines y terminó dejándolos a su suerte en el paraíso de cualquier criatura, uno sin depredadores.
Entendí, primero, que los jabalíes tienen una ventaja: nadie los persigue. Después, otra: nadie los conoce muy bien.
Los tres chanchitos
Tras varios días compartidos, nuestros amigos volvieron a la ciudad y, después, mi pareja también. Así que nos quedamos solos con el niño, sin auto ni señal de celular, y pasamos las horas observando el curso del río, las puestas de sol y la técnica de los sapos para cazar libélulas.
Un mañana que amaneció gris, con una lluvia leve pero persistente, decidimos quedarnos dentro de la casa, dibujando, jugando a las cartas y leyendo.
Mientras mi hijo miraba una película, abrí la puerta para salir a la galería a fumar. De lejos, la bruma convertía los pinos en una postal de Twin Peaks. A unos 10 metros, bajo un duraznero, vi un perro de pelo erizado. Pensé que se había perdido, pero a quién, si éramos los únicos en kilómetros.
Me acerqué un poco más, para verlo mejor. Como ya se habrán dado cuenta, no era un perro. Ahí estaba un enorme ejemplar de jabalí, con su lomo encorvado, muy concentrado, rastrillando la tierra. Y no era uno. Detrás se asomaban dos más.
Me paralicé. Pero no grité ni entré. Hice algo que hoy me parece ridículo: saqué mi celular del bolsillo para ver la hora. Pudo más la incredulidad que el pavor. ¿Qué hacían esos tres bichos contradiciendo sus hábitos nocturnos al lado de dos personas, a las 5 de la tarde?
De golpe, una ráfaga de viento cerró la puerta. Y me acordé: el picaporte. Dentro de la casa estaban las llaves y el niño. Afuera, las bestias, la lluvia y yo.
Empecé a dar golpecitos suaves en la puerta, sin gritar para no asustar al niño ni a los jabalíes, susurrando: “Abrime, me quedé encerrada afuera”. Pasaron minutos eternos hasta que, en un momento de silencio de su película, mi hijo me escuchó y abrió.
Entré conteniendo la respiración, con ojos de pánico, y lo abracé como si fuera él quien tuviera que protegerme a mí. Primero, pensé en no contarle nada de los visitantes. Calculé que teníamos agua y comida para convertir la casa en un búnker y esperar hasta que alguien volviera de la ciudad.
Pero 10 minutos después cambié de idea. Estando solos en medio de la nada, el miedo me pareció un lujo imposible. No solo le conté lo que había visto, sino que le propuse que él también lo viera. Salimos juntos, esta vez con la precaución de trabar la puerta con la piedra. Los bichos seguían ahí, merendando con placidez, con sus lomos lustrosos por las gotas de lluvia.
Los miramos, nos dimos la mano y sin planearlo gritamos a coro: “¡Hey!”.
Levantaron sus hocicos de la tierra, sorprendidos in fraganti, nos miraron fijo por unos segundos y se fueron corriendo en tropel.
Me acordé entonces de una frase que escuché en una serie: “Todos somos el monstruo de alguien”.
Y pude imaginarme a los tres chanchitos llegando agitados a su hogar, para contarle al resto de la familia que vieron a dos criaturas erguidas en sus patas traseras, entre la bruma, emitiendo extraños sonidos.
Al día siguiente, amaneció con sol. Fuimos directo al lugar donde habían estado nuestros visitantes. Las huellas del crimen eran claras: la tierra estaba removida, cubierta por decenas de carozos de durazno. Me sorprendió lo limpios que estaban, sin rastros de pulpa. Quien les pasó la lengua los saboreó como caramelos.