El corretaje inmobiliario en España funciona bajo un sistema que, para muchos en Argentina, parece ficción: no existe matrícula obligatoria, ni colegios profesionales con poder monopólico, ni regulaciones estatales que restrinjan la competencia, ni la absurda exigencia de un título universitario para vender inmuebles, como ocurre en nuestro país con los adefesios de las leyes nacionales 20.266 y 25.028.
Este último disparate regulatorio del título universitario no existe en ningún otro país del mundo. Así, Argentina, aunque el artículo 14 de la Constitución garantiza el derecho a trabajar y comerciar libremente, ostenta el insólito récord de ser la única nación donde es obligatorio desperdiciar años en una universidad para ejercer un oficio que, en cualquier parte del planeta, se regula por la dinámica de oferta y demanda, la competencia y la calidad del servicio, tal como ocurre en ejemplos como EE. UU., Nueva Zelanda o, apenas cruzando el río, Uruguay.
Siguiendo esta lógica delirante, bien podríamos exigir un título universitario para vender heladeras, una matrícula colegiada para comercializar motos y un posgrado habilitante para servir un café con leche. Actividades que cualquiera realizaría con una cuota de sentido común y competencia real, como en el mencionado caso de España.
Sin embargo, esto no fue siempre así. Recién en 2000 España desreguló la industria del corretaje inmobiliario mediante el real decreto-ley 4/2000, de Medidas Urgentes de Liberalización en el Sector Inmobiliario.
Esta normativa permitió, luego de un profundo debate sobre la relación entre el profesionalismo y las matriculaciones centralizadas en instituciones respaldadas por el Estado, que cualquier persona, física o jurídica, pudiera dedicarse a las actividades de intermediación inmobiliaria sin necesidad de estar en posesión de un título ni de pertenecer a ningún colegio oficial que monopolizara la certificación de idoneidad.
La realidad es que las regulaciones inmobiliarias en Argentina no fueron diseñadas para mejorar la industria sino para blindar privilegios y consolidar un monopolio legal, como ha ocurrido en tantas otras esferas, a favor de unos pocos que encontraron en la burocracia, el intervencionismo y el cliché del “Estado presente” un aliado perfecto para excluir competidores, crear barreras de entrada artificiales y asegurarse rentas sin aportar ningún valor agregado a la sociedad.
Mientras en España cualquier persona con conocimientos y experiencia puede operar libremente, en Argentina la intermediación inmobiliaria está reservada a quienes cumplen con un extenso ritual de validaciones burocráticas y costos, sin ninguna garantía real de idoneidad. Sin embargo, el mercado español no ha colapsado, no ha quedado en manos de “improvisados” ni se ha convertido en un terreno anárquico de fraudes. Al contrario, funciona con estándares de eficiencia varias veces superiores a los de Argentina, sin que los consumidores estén obligados a contratar servicios más caros por la existencia de un club de intermediarios protegidos por ley.
En España, el corretaje se regula por las normas generales del comercio y del derecho civil, y la calidad del servicio no la determinan unos números detrás del apellido del actor comercial, sino la reputación, la competencia y la capacidad de ser los más reconocidos de la industria para generar confianza.
Un mal profesional no sobrevive en un mercado libre. No hace falta que un colegio actúe como guardián de la “calidad”, imponiendo barreras de entrada y sancionando a quienes operen sin su bendición.
En Argentina, en cambio, la existencia de estos organismos no sólo no elevó la profesionalización del sector, sino que sirvió para consolidar un sistema de extracción de recursos a costa de los propios matriculados y en manos, no casualmente, de los personajes más intrascendentes de toda la industria.
De hecho, si la matrícula obligatoria y los colegios fueran realmente útiles, no necesitarían ser impuestos por la fuerza coercitiva del Estado y respaldados por una normativa instituida en momentos antidemocráticos y de violencia, como en el caso de la ley 20.266, de 1973.
Bastaría con permitir que los profesionales elijan libremente dónde certificarse, y el mercado se encargaría de validar qué instituciones realmente aportan valor. Sin embargo, nadie se anima a hacer la prueba porque todos sabemos el resultado: en competencia, estas entidades se extinguirían por irrelevantes (en los casos más benevolentes) o por corruptas y dañinas (en los casos más extremos).
El modelo español ha demostrado que la libre competencia y la eliminación de regulaciones arbitrarias generan más profesionalización, más innovación y menores costos para los consumidores. Argentina puede avanzar hacia la desregulación, liberar el sector y devolverle al mercado el poder de elegir, o puede seguir atada a estructuras corporativas obsoletas, protegiendo a quienes necesitan que el Estado impida la libre competencia para seguir justificando su existencia. La decisión es nuestra.
* CEO de Proptech Pint