Sé que hoy se cumplen exactamente cuatro meses desde la última vez que surfeé. También sé que hay mil kilómetros entre Córdoba y el punto más cercano de la costa argentina. Cada tanto agarro Google Maps con una tierna convicción interna de que puedo descubrir un punto que esté más cerca; pero no.
Así es soñar con surfear y haber nacido en Córdoba. Otra cosa que hago, a veces sin más disparador que un súbito pinchazo de sed surfera (esa que junto con la sed de mar normalmente mantengo lo suficientemente a raya en una ciudad sin mar, para no ahogarme en seco), es abrir Windguru y ver el pronóstico de olas de algún lugar por el que alguna vez pasé con una tabla; algún lugar entre la Patagonia y la costa mediterránea de España.
Para conocer las olas de un spot, realmente conocerlas, hay que haber nacido ahí o frecuentarlo durante mucho tiempo. Lo más cerca que estuve de eso fueron los seis meses que pasé en Valencia. Windguru es una tabla llena de números que, gracias a la práctica, me permite verlas a la distancia. Al menos en lo que es el pronóstico: cualquiera que haga deportes de mar sabe que entre la pantalla y la realidad siempre hay un trecho. El pronóstico puede prometer una cosa y el mar, a su aire, estar plano. O puede acercarse bastante.
“El mar tiene siempre la última palabra”, me dijo un monitor de nado en aguas abiertas del Espai de Mar, en Barcelona, unos días antes de esa última vez que surfeé. Última vez hasta la fecha: cuando me hace falta, me repito eso con el fervor oratorio del fanático, y otras veces no necesito rezar porque tengo una fe ciega en lo que me lleva a tratar de pararme sobre una ola una y otra vez.
Estaba en el Espai porque, cuando no hay olas, calmo la sed con el único amor que se le acerca al surf: el primero, el del mar, el de tenerlo tan cerca como para poder olerlo y, si puedo, nadar. Si no hay mar tampoco, como en enero o febrero en Córdoba, al menos nado. Mientras, me duermo y me despierto pensando en el mar.
El monitor, un italiano de nombre Andrea, también surfea, claro. Algo decimos de las olas que han pasado por Barcelona hace algunos días y que, al ser comienzos de otoño, esperamos ansiosamente que vuelvan pronto. Él las prefiere grandes. Yo, por mi poca experiencia y mi atracción por el longboarding, las prefiero más chicas, amigables.
Andrea tiene razón. El mar tiene la última palabra. Él, en el marco de la clase, se refiere a cómo eso determina la técnica de nado y otros detalles, pero aplica lo mismo. En el agua, de cualquier forma, hay que estar en dominio de uno y de la tabla. Cuando aprendí a surfear en Barra de Lagoa, Brasil, Meli, una de las amigas que arrastré conmigo, salió de la primera clase con un corte en el puente de la nariz: una quilla la rozó.
Yo lograba, a los 20 y pocos años, cumplirme el sueño dorado de mi yo niña: aprender a surfear. No estoy segura de dónde nació ese sueño, pero sin dudas se alimentó del mencionado primer amor (mar, mar, ¡mar!) y de películas como Point Break, Blue Crush y otras, que me acercaban a un mundo que se me hacía tan atractivo como me era desconocido.
Patagonia
Desde esas vacaciones en Brasil, fue buscar seguir surfeando en cada viaje, como una obviedad. Siempre al mar. No es casual que haya conocido a mi ex con una tabla de por medio.
Estaba de vacaciones en Las Grutas y, por primera vez en mis visitas al golfo San Matías, veía olas. Julián pasó bajo mi balcón con la tabla bajo el brazo y yo, sin dudarlo ni un segundo después de la pandemia y tres años sin surfear, salí cual Julieta surfera a preguntarle por las olas.
Nuestra primera Navidad juntos me regaló Años salvajes, de William Finnegan, que renovó mi concentración para leer y que reverencio como una suerte de biblia escrita a lo más cercano que conozco a la divinidad: el mar, tan generoso como impiadoso, que tanto da vida como mata.
Julián y sus amigos (el amor vino después), lejos del localismo y machismo tan característicos de este deporte, me prestaron una tabla mientras yo tarjeteaba un traje de neopreno para surfear por primera vez en las frías y mágicas aguas de nuestro sur(f) argentino.
Días después, me llevaron al Espigón, cerca de Viedma. Acantilados gigantes, unas olas que me tiraron para atrás apenas me golpearon en la cintura, y yo maravillada ante la inmensidad de la roca a mi espalda y el Atlántico frente a mí. En el medio, las olas.
Costa catalana
En Barcelona, en otoño pasado (nuestra primavera), estuve surfeando con Les Noies del Medi, un grupo de pibas comandadas por una portuguesa y una catalana que dan clases sólo a mujeres y diversidades.
Por razones ajenas a la cuestión, sentí enorme alivio y seguridad de encontrar una comunidad de chicas surfistas. También sentí algo familiar: la persona que me dio mis primeras herramientas para surfear fue una profesora, Val De Bem.
Antes de mi primera clase con ellas, arribaron las olas a la capital de Cataluña. No tenía mucha seguridad de a dónde ir exactamente. Hace años vi surfistas una tarde lluviosa en la Mar Bella, pero ahora me habían recomendado spots cercanos como Castelldefels, y tampoco sabía si habría para alquilar equipo, considerando mis limitados métodos de transporte.
Montse, una chilena-española, se solidarizó y se ofreció a prestarme una tabla. Así que a las 6 me desperté (surfear es por lo único que me levanto a esa hora de buen humor), pospuse una cita laboral y marché a pie desde Sant Gervasi a los alrededores de Eixample. Allá dan como referencias paradas de metro: su piso está cerca del metro Verdaguer.
Arepita, la tabla de corcho que me prestó Montse (acá decimos de foam o espuma, materiales que flotan más, para principiantes), fue su primera tabla y, por su tamaño, era perfecta para mi nivel. Con mis dos nuevas amigas, tomamos primero el metro y después el tren a Sitges.
Me metí sin neopreno que limitara mis movimientos, muriendo por sentir el agua, la tabla y las olas de la forma lo más libre posible. Implicaba aguantar menos tiempo adentro, pero al hacer tanto que no surfeaba, igual no iba a durar mucho. Las olas eran perfectas: chicas, rítmicas, un poco “fofas”, pero suficientemente prolijas.
Celebré mi primera ola ahí como si fuera el Pipe de Hawai. Después me quedé al costado, tranquila, sin apuro por agarrar más. Montse y una amiga suya, Sara, se fueron al pico. Éramos tres entre unos 20 hombres que, si avanzamos sobre el pico y no somos suficientemente habilidosas, nos miran mal. Después se sumó alguna chica más, pero nunca hubo más de cinco mujeres al mismo tiempo en el agua. No es inusual.
Volvimos a Barcelona haciendo el camino inverso. Cuando emergimos del metro, a cuadras del piso de Montse, ella me pidió que me parara y mirara hacia atrás un minuto. Entre la marea de gente y el esfuerzo de cargar la tabla, no me había dado cuenta de dónde estaba: la Sagrada Familia. Monse se rió y me sacó una foto.
La foto parece de IA, por el contraste entre mi cara cansada y sorprendida, parada entre turistas de todo el mundo, con su tabla a cuestas y con tal arquitectura de fondo. De nuevo rodeada de cemento, como ahora, pero con una obra gaudiana a mis espaldas, una tabla al costado y el pelo todavía algo mojado, con el cuerpo cansado, pero feliz de remar y de sol.