En el mundo, aunque se pregona desde hace décadas el fin de las ideologías y de categorías tales como izquierda y derecha, hubo un corrimiento peligroso hacia los extremos.
Los sesgos, los relativismos y la subjetividad individualista han tomado por asalto la discusión política y, por ende, todos los aspectos y formas de abordar los problemas de nuestras sociedades.
La superficie, azuzada por las redes, le va ganando la batalla a lo profundo, a lo complejo. A las capas más sofisticadas y reales de la comprensión de los temas humanos. Especialmente, a la naturaleza y el sentido de las comunidades políticas y a nuestras maneras de relacionarnos.
Creemos solamente en lo que somos capaces por nosotros mismos, en lo que llega sólo y exclusivamente como resultado de nuestros afanes. Somos individuos que funcionamos únicamente a partir de nuestros deseos e intereses. En ese orden. Estamos solos con la cobertura, interesada y despiadada, del Dios mercado. Mientras compramos, somos; cuando tenemos, sonreímos; cuando accedemos, mejoramos.
Lo material ordena cada vez más nuestras decisiones y preferencias, porque nuestra cultura consumista, efectista, meramente experiencial y arrogantemente veloz así lo pide. El tiempo, que debiera ser un tesoro personal, es un territorio de disputa de estímulos sin sustancia.
Estamos ahí, presos, desesperados por ver la próxima novedad, el siguiente “último momento”, el nuevo mensaje de WhatsApp o de X, el enésimo podcast o la serie que no hay que perderse.
Todo debe ser exitoso, rendir, generar. Ser monetizado. Hasta las conversaciones o los encuentros deben ser productivos, ofrecer resultados. Somos turistas, no viajeros. Vemos lo que nos muestran; nos llevan a dónde quieren. No contemplamos, ejercitando el hecho de la pausa. En cambio, tomamos selfies a las apuradas. La curiosidad y el azar pierden terreno ante lo prefabricado.
Francisco y la cultura católica cristiana que él llevó a la cúspide de Roma hablan de otro modo, en otra clave, a otro ritmo. La urgencia es el sentido, aunque demore el tiempo de una vida; el camino es el encuentro humano; la manera es la solidaridad, única cantera en donde la individualidad florece.
La duda, materializada en el misterio, moviliza hacia la compasión, guía la mirada entre este mundo y otro. No excluye: comprende, integra. Suma almas, no dividendos. Busca la trascendencia. Dialoga y convoca.
La política y la economía son para servir a las comunidades, para hacerlas mejores, a partir de una existencia plena. El padre Jorge le imprimía una presencia sobrenatural a su visión, portador de la llama viva de la memoria de las primeras comunidades cristianas, resumida en el nombre Emanuel, que en hebreo significa “Dios con nosotros”.
Pero no era ingenuo. El bien y el mal habitan en el interior de alma humana en una lucha constante. La Historia, las vidas personales, nos dicen mucho de ese combate. Y de su dispar resolución, casi siempre gris, por momentos oscuro. Muy opaco en tiempos singulares, como nuestra época. Descreída de todo y aferrada a las cosas.
Como buen jesuita, sabía manejar el poder con firmeza y compasión. Con dureza y perdón. Pero con un claro sentido de misión: dejar un mensaje testimoniado en una vida. Cerca de quienes sufren, de quienes están en desventaja, de los convidados de piedra, de los excluidos de este mundo, de los pobres de espíritu. Y de quienes quieren hacer de esta tierra un lugar mejor, provengan de donde provengan, sean como sean.
Sus gestos fueron elocuentes; sus palabras, sencillas; su mensaje, concreto. Existió, sabiéndose representante principal de un mensaje más grande que él mismo. Pero lo vivió y difundió como un simple pastor de almas. Allí radica la fuerza y la radicalidad potente de su contenido. La de Francisco fue una vida en busca de sentido. A contracorriente.
- Periodista