En dos sentidos diferentes, el acuerdo de Javier Milei con el FMI ha sido la bisagra de una escena política que sólo después de las elecciones de octubre tendrá un contorno definitivo. Para el Gobierno, fue el hecho clave que estabilizó el programa económico tras las turbulencias del primer trimestre. Para la oposición, fue un fracaso para el diseño electoral que contaba con la certeza de un reventón inflacionario antes de octubre.
El Gobierno nacional encaró el año confiado en que el proceso de desinflación seguiría con una inercia imperturbable y que el debate político apuntaría a discutir el crecimiento de la economía. No fue así. Sólo cuando se destrabó la asistencia financiera del FMI, con un respaldo nítido de la administración Trump, se aquietaron las expectativas de un rebrote inflacionario.
Fue porque el Fondo logró que el Gobierno accediera a flexibilizar el cepo cambiario. Es decir: que tome el riesgo de pasar del programa de estabilización de emergencia a uno de reformas económicas que sería imposible practicar sin un flujo normal de capitales.
Esa medida, que tanto el Gobierno como la sociedad miraban meses antes como un obstáculo insalvable, se ejecutó con la artillería financiera y política adecuada. No se produjo un salto devaluatorio de alto impacto, el traslado a precios preventivo se detuvo, las estimaciones privadas anticipan una desaceleración inflacionaria, e incluso arriesgan que en mayo no sería imposible perforar el piso de los dos puntos mensuales del índice de precios al consumidor.
Con una señal a la ortodoxia al aflojar el cepo, y otra a la heterodoxia presionando para la retracción de precios y la liquidación de exportaciones, el equipo económico consiguió volver a las expectativas políticas que tenía antes del primer trimestre.
Como la apuesta de la oposición al estallido devaluatorio quedó frustrada, el oficialismo decidió acelerar a fondo. Desde el momento del acuerdo con el FMI hasta la fecha, el Presidente eligió la agresividad como calculada opción estratégica. La hostilidad discursiva contra cualquier crítica dejó de ser una cuestión de temperamento o modales: es el formato conscientemente planeado para polarizar la escena y plebiscitar la gestión. Esa narrativa, que seguramente se alimentó con las angustias del primer trimestre, se excusa como catarsis. Pero es diseño de campaña.
No obstante, lo discursivo no es tampoco lo central en ese diseño. Hay una disputa en curso por el flujo temporal y el espacio territorial de la campaña: cuándo y dónde se forjarán las nuevas legitimidades que serán definitorias para la escena, de octubre hacia adelante.
Milei considera que hay una sola puja central: a favor o en contra de su modelo de gestión. Cree que no importa cuándo y dónde se abran las urnas: en los momentos relevantes, lo más significativo será la consolidación de su modelo.
Plebiscito fragmentado
Los dos liderazgos que lo precedieron en el poder eligieron (o no pudieron evitar) un diseño opuesto. Mauricio Macri entendió que en el distrito donde todavía sostiene predicamento territorial convenía desdoblar las elecciones para bifurcar el flujo de campaña. Cristina Kirchner pensaba distinto, pero no pudo evitar el mismo escenario de batalla. Javier Milei y Axel Kicillof (que se imaginan a sí mismos como contendientes en 2027) forzaron a que los primeros escarceos del plebiscito nacional de este año se concreten el 18 de mayo en la Ciudad de Buenos Aires y el 7 de septiembre en la provincia del mismo nombre.
Ambos coinciden en que los votantes no discutirán agendas locales en esas fechas, sino la adhesión o el rechazo al modelo nacional. Un plebiscito en etapas. En el mayo porteño comenzará a discernirse, y en el septiembre bonaerense terminará de confirmarse, quién eligió de manera atinada el espacio y el tiempo de la disputa política cuya batalla final será en octubre y proyectará sus efectos a la presidencial de 2027. Ganará esa batalla quien haya acertado con el flujo de campaña en un sistema electoral que incorporó dos novedades: fragmentación sin primarias y boleta única sin aparatos.
Estos dos factores, estructurales para la conformación del voto, ya están incidiendo de manera activa: el kirchnerismo porteño parece beneficiarse de la falta de primarias entre el macrismo y los libertarios. Y todo el antikirchnerismo bonaerense se relame con la interna expuesta entre Cristina y Kicillof.
En el triángulo de hierro que lidera al gobierno nacional, los roles de administración del flujo de campaña son diferentes. Javier Milei provee el contenido: sin economía estable, no hay elección posible. Santiago Caputo es el gestor conceptual de la elección de distrito único, el plebiscito encadenado de mayo a octubre. A Karina Milei le han delegado la conformación de listas legislativas que al Gobierno no le interesan: la Casa Rosada se ufana de estar administrando con un elenco propio de bufos raídos en el Congreso, cuya misión principal es poner en ridículo a la casta. Bajando, a fuerza de escándalos, el umbral de lo admisible.
La decisión oficial de confrontar con Macri y Cristina en dos batallas preliminares a octubre tiene un objetivo nítido: reordenar la escena política en torno de Milei. Busca que en octubre emerja una polarización distinta, todavía más asimétrica: entre un oficialismo potente y una oposición completamente dispersa. Cuenta con un tiempo limitado para imponer ese bosquejo. Es el tiempo que rescató al acordar con el Fondo para salvar de la zozobra el programa antiinflacionario.
Como en los viejos manuales de estrategia militar, Milei está convencido de que un ejército victorioso gana primero y entabla la batalla después; un ejército derrotado lucha primero e intenta luego obtener la victoria.