Mucho se ha ponderado la astucia del bandido que pedía elegir el árbol en que iba a ser colgado, pero mayor astucia es elegir el juez, porque se adelanta no sólo a cualquier sentencia, sino también al proceso y aun a la mera imputación.
La tarea, sin embargo, no es sencilla; de ahí la mala fama de la que goza el poder judicial, el menos autónomo de los poderes, porque los jueces deben su elección y su poder a otros poderes, sobre todo al Ejecutivo, que 1) pone en consideración del Legislativo, que ha dictado la ley, ternas con los candidatos a jueces, y 2) garantiza la fuerza necesaria para la aplicación de la ley.
Pero la única ley que siempre se aplica, aparte de la gravitación universal, es la ley de Murphy. Y todo lo que puede salir mal ineluctablemente sale mal.
Puede salir mal la propuesta; puede salir mal la validación; puede salir mal la garantía.
Nadie pone en duda la existencia de jueces honestos, pero —con todo— no se salvan de ser demasiado laxos o demasiado estrictos, y todavía cabe el caso de que el más corrupto de los magistrados decida un día pronunciar un veredicto justo, aunque más no sea para defraudar a quienes habían confiado en el soborno. Sin contar que no es posible eludir una extorsión.
No puedo evitar hablar del juicio de Dios, puesto que mi nombre lo reclama (nota del editor: Daniel, en hebreo, significa “Dios es mi juez”), pero lo que se puede decir aclara menos que oscurece: una variante era arrojar el reo al río y, si sobrevivía, se podía alegar su inocencia, Dios lo había salvado, como su culpabilidad, Dios no lo quería en su seno y, viceversa, la muerte era el castigo de Dios o bien el llamado de Dios a uno de sus impolutos elegidos.
Mucho se alaba la justicia salomónica, por entenderse que la triquiñuela de mandar a partir un chico por la mitad y dar una parte a cada una de las mujeres que reclamaban iba a servir para identificar inequívocamente a la madre, y se da por hecho que eso es lo que ocurrió.
Pamplinas; si así fue, fue mera cuestión de suerte. Sólo sirvió para averiguar cuál era la más piadosa, y por ello merecedora del cuidado del niño, pero la principal lección fue mostrar que la justicia distributiva es una ficción, ya que un bien partido deja ser un bien y tiende a disminuir a medida que se reparte.
Porque repartir no es lo mismo que compartir, aunque este negocio tampoco es satisfactorio para todos, como lo demuestran muchos crímenes de género, además de que pocos quedan conformes con la mitad de algo; tal vez ninguno.
* Escritor, exdocente de Filosofía en la UNC