Las controversias sobre inteligencia artificial (IA) explotaron con la aparición de recursos tecnológicos que prometen resolver trabajos con menor esfuerzo y mayor velocidad.
No obstante, el término no es nuevo. El uso de GPS se remonta a la década de 1970, mientras que CRISPR (siglas en inglés de “repeticiones palindrómicas cortas agrupadas regularmente interespaciadas”) es una tecnología desarrollada en los 1980. (CRISPR permitir editar y corregir el genoma de cualquier célula abriendo la posibilidad de abordar enfermedades hasta ahora incurables).
Los principales interrogantes acerca del impacto de la IA durante la infancia se vinculan con la educación y la adquisición de habilidades. Al asomarse a distintas herramientas tecnológicas desde edad tan temprana, chicos y chicas no han tenido tiempo de desarrollar las bases de la inteligencia humana que les permitan discriminar contenidos.
La acelerada velocidad y la brusca escala de cambios alcanzadas por la tecnología parecen superar cualquier adaptación humana, confirmando la aseveración del físico Albert Bartlett, quien, previsor, advertía: “El mayor defecto de la raza humana es la incapacidad de comprender la función exponencial”.
IA, según quién opine
Desde la industria, se afirma que “el principal beneficio de la IA para las infancias es habilitar un derecho humano fundamental: el acceso a la información”. La opinión es altamente cuestionable cuando escasean otros derechos básicos; o cuando falta definir con claridad a qué edades y con qué criterios los chicos podrían acceder a la información.
En este punto, conviene volver a recordar la crucial diferencia de términos. Datos son sólo registros sin procesar, mientras que información es el resultado de un proceso intelectual por el cual se selecciona, jerarquiza y construye conocimiento.
¿Cómo acceder, entonces, al conocimiento durante la niñez cuando se reciben datos con una incipiente o nula capacidad para procesarlos?
Algunos referentes pedagógicos aseguran que las nuevas generaciones deberán estar preparadas para la realidad próxima. “Deben ser ellas quienes controlen a las máquinas, y no al revés”, afirman. Esto es así en tanto exista inteligencia humana previa que alimente a la IA, para no quedar a merced de ella.
Chicos y chicas son los primeros en celebrar que la IA optimice el tiempo y reduzca el esfuerzo, ya que disfrutan de la rapidez y del mínimo gasto de energía. Lo que no alcanzan a valorar es que, en ese camino, quedan postergadas funciones intelectuales indispensables, como la iniciativa y la creatividad.
Las reglas estables de la IA impiden procesar –hasta el momento– señales sociales, emocionales y algún grado de autoconciencia. Tales capacidades sólo se logran durante los primeros años con base en el ejercicio constante de prueba y error.
Son los errores los que permiten a los chicos descubrir qué talentos y habilidades podrían condicionar el resto de sus vidas; son los tropiezos y los recomienzos (infantiles) los que consolidan su flexibilidad intelectual y una buena dosis de capacidad de adaptación.
La sólida objetividad de la IA es bien aprovechada una vez que se ha atesorado suficiente experiencia humana, demostrable al observar que la mayoría de las decisiones infantiles son producto de su subjetividad.
Ninguna aplicación podría estimar cuánto extrañan los nietos a sus abuelos, los celos de un hermano o cuánta autoestima se construye por haber completado la tarea sin ayuda tecnológica.
Por ello, y antes de sumergirlos en una realidad altamente dependiente de la tecnología, ¿qué aportarles desde el mundo adulto?
Lo que ni la mejor herramienta de IA pude gestionar: curiosidad, criterio propio y compromiso social.
* Médico