Una de las grandes incógnitas de la economía actual evoca un dilema tan antiguo como vigente: ¿qué vino primero, el huevo o la gallina?
En el ámbito de la macroeconomía, este interrogante cobra relevancia al discutir si las expectativas que el Gobierno genera –mediante acciones objetivas como el orden fiscal, pero también a través de “pronósticos” sobre el futuro– son suficientes para impulsar las inversiones necesarias. O si, por el contrario, es preciso que ciertos eventos sucedan primero para que esas expectativas lleguen a concretarse.
En el escenario argentino actual, este interrogante se encarna en los análisis sobre el déficit de cuenta corriente y sobre las proyecciones del superávit exportador.
José Luis Daza, secretario de Política Económica de la Nación, apunta hacia un horizonte de prosperidad como sustento del esquema actual. Sin embargo, todavía falta que ese horizonte se materialice en hechos tangibles.
Déficit razonable y expectativas
Durante su intervención en un evento organizado por el Instituto Argentino de Ejecutivos de Finanzas (Iaef), Daza explicó que el déficit de cuenta corriente, ubicado entre el 1% y el 2% del producto interno bruto (PIB), es “totalmente normal” en economías que crecen y “está controlado”. Según Daza, los déficits de cuenta corriente son importantes, y en ocasiones precursores de crisis, cuando superan el 5% del producto.
Daza afirma que el tipo de cambio se determina por la balanza de pagos, resultado de flujos de comercio y capitales. Según su análisis, el mercado anticipa que, tanto por la balanza energética y minera como por los flujos futuros de inversión, ingresarán dólares significativos en los próximos años.
Según sus previsiones, la combinación de minería y energía generará un superávit comercial en torno a los U$S 54 mil millones hacia 2033, cifra que representa el doble del superávit agrícola actual.
Sostiene que los agentes financieros “miran hacia adelante”. Si creen que esos ingresos vendrán, entonces traerán capital anticipado –en forma de inversión directa, inversión de cartera o crédito–, lo que fortalecerá el tipo de cambio y solventará el actual déficit.
Sin embargo, y aun cuando la política económica del Gobierno está cumpliendo con varios requisitos de mercado –como apertura cambiaria, orden fiscal, desregulación, entre otros–, todavía no se han concretado entradas de capital de la magnitud esperada. Las inversiones no alcanzan el volumen necesario y los dólares de los ahorristas argentinos no salen del colchón.
Asimismo, las posibilidades del mercado de deuda se ven limitadas por un riesgo país que aún ronda entre 600 y 700 puntos básicos, producto –según una gran parte de los economistas y analistas de mercado– de la nula acumulación de reservas propias por parte del Banco Central. Es decir, para estos analistas, el mercado espera que primero el Gobierno acumule sus propios dólares, para luego confiar sus recursos a la economía.
Creer o no creer: esa es la cuestión
El dilema del huevo y la gallina resume a la perfección la encrucijada actual: confiar en la fuerza de un pronóstico optimista como motor de la realidad económica o esperar que la realidad primero ratifique ese pronóstico antes de reclamar recursos. El Gobierno va con todo a la apuesta del voto como detonante de confianza; a cambio, a los mercados les pide fe en sus proyecciones.
Pero la fe económica no se compra ni se imprime: se construye con hechos. Si esos hechos –inversiones y financiamiento– llegan, el pronóstico se convertirá en historia de éxito. Si no llegan, el déficit actual quedará como testigo de que el optimismo sin respaldo real es una gallina que cantó antes de nacer.
A todo o nada
El Gobierno apuesta a que el resultado electoral ofrezca la confianza institucional y jurídica necesaria para demostrar que las proyecciones económicas tienen soporte real. Según esta lógica, una victoria electoral consolidaría un entorno previsible, alentando que los actores económicos confíen y destinen sus recursos a la Argentina.
No obstante, en economías emergentes como la de nuestro país, siempre está presente el riesgo de la volatilidad de la opinión pública, que puede, aun cuando ocurra lo esperado por el Gobierno, reaccionar ante un hecho determinado y reducir su apoyo sin aviso previo. Esa incertidumbre añade un componente de riesgo considerable al plan actual.
Ante este panorama, muchos analistas proponen una estrategia menos ambiciosa –tanto desde el punto de vista económico como desde el punto de vista político–, pero quizá también menos riesgosa.
Desde el punto de vista económico, esa estrategia significa renunciar a una baja rápida de la inflación. Y desde el punto de vista político, significa ceder la aspiración de un poder hegemónico, buscando ampliar su base de sustentación política.
Este enfoque serviría para consolidar institucionalidad y estabilidad a cambio de un menor dinamismo económico y de una transición más moderada.
Si bien podría resultar más seguro, subsiste la duda de si sería tan efectivo como el plan original, cuya gran virtud es su audacia, pero también su fragilidad ante desenlaces inciertos.
Pero esta es finalmente una decisión política exclusiva y excluyente del Gobierno, porque es el que se juega el pellejo. Si le sale bien, todo el mérito es suyo. Si le sale mal, también es suya toda la responsabilidad. El tiempo dirá.
