El poder y la creencia siempre maridaron. El oráculo de los griegos; el médico brujo de los caciques; los califas que imperaban como representantes de Alá; los obispos cortesanos de los reyes; sacerdotes gobernantes como el cardenal Richelieu bajo el reinado de Luis XIII, y el místico Rasputín en la familia Romanov.
Las revoluciones liberales que comenzaron en Inglaterra, en Francia y en Norteamérica hicieron que la racionalidad ganara terreno a las religiones en los escenarios políticos.
La democracia liberal es hija de esa evolución histórica. Pero, en esta etapa, hay involuciones. Los liderazgos mesiánicos no son nuevos, pero, en la ola ultraconservadora que embiste contra la democracia, la regla es que los líderes se acerquen a la demagogia mística.
Un presidente místico
Tras orar en la tumba del Rebe de Lubavitch y llorar en el Muro de los Lamentos, Javier Milei saltó al altar del “apóstol Ledesma”, el pastor del Chaco que convierte aros de plástico en anillos de diamantes, hace renacer dedos amputados y logra que los paralíticos vuelvan a caminar.
Que haya demagogos místicos no es novedoso. Así como hay muchos pastores que hacen su misión con entrega y organizando positivamente comunidades pobres, también están quienes lucran con la angustia y la ingenuidad de la gente.
Lo raro es que uno de los más impresentables exponentes de esa especie haya tenido al presidente de la Nación en su liturgia.
Un país aturdido escuchó al pastor Jorge Ledesma relatar que había guardado $ 100 mil en una caja de seguridad bancaria y que cuando fue a recogerlos se encontró con “un milagro”: los $ 100 mil se habían convertido en U$S 95 mil.
Quienes escucharon de su propia boca semejante patraña no le exigieron explicaciones menos desopilantes sobre la fortuna en efectivo con que construyó un estadio descomunal.
Habría sido interesante que algún periodista le preguntara qué hubiera dicho él si, al abrir la caja, lo que encontraba es que los $ 100 mil se habían reducido a $ 10. ¿Aceptaría que el gerente del banco le dijera que fue obra de Dios?
Es grave que un demagogo místico se enriquezca de forma legalmente dudosa con la complicidad de Dios, pero más grave es que en la celebración que reunió a 15 mil personas que pagaron entradas carísimas hubiera estado el Presidente.
En el mismo escenario en el que Ledesma hacía desaparecer tumores gesticulando como cuando Alberto Olmedo personificaba al “Manosanta”, estuvo Milei profetizando el fin del Estado y la derrota del demonio, porque el Estado es una creación satánica.
El Presidente gritando que la justicia social es pecado porque es producto de la envidia, en el mismo acto donde un pastor liberaba del demonio a personas poseídas, parecía una película distópica.
Una cuestión jurídica y política
Lo que pareció un milagro es que, en ese acto, no dijera ninguna guarangada.
Si ser grosero es pecado o no corresponde al terreno religioso, que un presidente diga obscenidades para silenciar críticas es una cuestión jurídica y política. Por eso es grave que no haya una oposición que denuncie esa práctica autoritaria.
Roberto Gargarella explica que “los insultos presidenciales no están protegidos por el Derecho”. En un lúcido ensayo, señala que en “la vastísima doctrina que va desde John Stuart Mill hasta Alexander Keiklejohn…, la libre expresión encuentra siempre un límite claro: el daño a terceros”.
La vulgaridad es un lujo despreciable que pueden darse los dictadores, porque se apropiaron del poder. Pero la democracia no habilita la vulgaridad. No autoriza ser obsceno. Que esos límites no estén expresamente prohibidos no significa que sea un defecto inocuo. Significa que resulta inconcebible en un gobernante.
El cargo implica ser un “dignatario” (investido por una dignidad). Milei no actúa como dignatario, porque silenciar críticos es tan indigno como su impresentable modo de hacerlo.
El Congreso muestra la decadencia de la dirigencia. El corazón de la democracia es el Parlamento, porque allí reina “la palabra”, no el poder. Entre sus ancestros está el Areópago, colina donde discutían los aristócratas atenienses, que evolucionó hasta el ágora, donde debatía el ciudadano.
En la Francia medieval, aparece el término “parlement”, en cuya raíz está el latín “discusse” (contraponer puntos de vista). Y, en la Inglaterra del siglo XVIII, se crea el Parlamento, donde se debaten leyes y límites al poder monárquico.
Hoy en el Congreso se asesina la palabra. Ni el insulto cumple una función, porque se ha naturalizado. La discusión, como regla, enriquece la política, pero, si la regla es el insulto, se empobrece.
En Argentina ya hay profesionales que hablan de “institucionalización de la violencia verbal”, “deshumanización del adversario”, “agresividad sexualizada”, “brotes de irracionalidad” y “metodología fascista”.
Todo eso se ve a través de una lente racional. Y también escenas delirantes, como la del Presidente en el escenario de quien habría lavado dinero con la complicidad de Dios.
*Periodista y politólogo