Asusta la oscuridad que hay en la política argentina. La insuficiencia de sentido común, la debilidad de la inteligencia para contener los flujos más oscuros y viscosos que supura el odio político. Periodistas descorchando champán. Figuras públicas vomitando barbaridades sin entender que decir cosas repugnantes habla pésimo de quien lo hace y no de las personas agredidas, mientras en la otra vereda se escuchan llamados a la insurrección y voces que rezan las estrofas más absurdas del “relato” político-ideológico en el que creen con devoción.
El problema de Cristina Fernández de Kirchner es que el esquema de corrupción iniciado durante el gobierno de su marido superó todos los límites en cuanto a recaudación ilegal de dinero. La dimensión de las sumas acumuladas habla por sí misma.
Si el grotesco Norberto Oyarbide no hubiera sepultado la causa por enriquecimiento ilícito aduciendo “me agarraron del cogote”, el resultado habría sido similar al que acaba de convalidar la Corte Suprema.
¿Esto implica que ahora la Justicia funciona y que actuó a la perfección con la expresidenta? No. Lo que implica es que el aparato de recaudación ilícita obtuvo sumas tan desmesuradas que el resultado no podía ser otro para quienes debieron, si no denunciarlo, al menos desmontarlo a tiempo.
Si la Justicia funcionara como debe ser, se despertarían, entre otras, las tantísimas causas en torno a Mauricio Macri que duermen en los tribunales. Pero que haya mal funcionamiento no implica que Cristina sea una víctima del lawfare a la que le inventaron enriquecimientos inexistentes a partir de vínculos con personajes que amasaron fortunas descomunales con la obra pública.
Aunque no se ajuste a derecho, una cosa es pedir que Cristina Kirchner esté libre y sin condena hasta que todos los protagonistas de la política con causas de corrupción dejen de estar protegidos por magistrados turbios y sean también juzgados y condenados, y otra cosa es afirmar que el enriquecimiento por el que acaba de ser sentenciada no es más que una patraña para proscribirla y destruir su liderazgo.
Todos los líderes y gobernantes que son procesados por delitos alegan persecución política. Absolutamente todos. Izquierdistas como Evo Morales, actualmente acusado bajo un gobierno del mismo partido que en su momento lo hizo presidente; los ecuatorianos Rafael Correa y quien fue su vicepresidente, Jorge Glas, entre otros.
También derechistas y liberales como los peruanos Alberto Fujimori y Alejandro Toledo; Otto Pérez Jiménez y Roxana Baldetti, expresidente y exvice de Guatemala, respectivamente; el paraguayo Lino Oviedo, y el brasileño Fernando Collor de Mello.
Hay casos en los que sí hay marcas de lawfare. Por ejemplo, Sergio Moro encarcelando a Lula por una acusación que no logró probar y, a renglón seguido, convirtiéndose en “superministro” de Justicia y Seguridad del candidato al que favoreció encarcelando al líder del PT. Aunque quienes odian a Lula nunca lo admitan, porque quienes “odian” o “aman” a líderes nunca ven lo que está a la vista, lo que hizo el juez de Curitiba fue un estropicio judicial.
El hecho es que todos los líderes, de izquierda y de derecha, acusados de corrupción o de otros delitos dicen, como Cristina, ser víctimas de una persecución política. Sólo aquellos que tienen “relatos” político-ideológicos elaborados por eficaces aparatos de propaganda logran que les crea una porción de la sociedad que los venera.
Alejandro Toledo y Pérez Jiménez, por ejemplo, no tenían “relato” y sus denuncias no fueron recogidas por bases militantes. Ultraconservadores como Donald Trump y Jair Bolsonaro sí tienen “relatos” cargados de épica y, por ende, cuentan con bases dispuestas a no ver las responsabilidades que visiblemente ambos tuvieron en asonadas golpistas ocurridas ante los ojos del mundo.
Las bases adictas a relatos prescinden de la realidad evidente. También las militancias que justifican los insultos y las obscenidades con que Javier Milei ataca a sus críticos lo respaldan incluso si le hace bullyng a un niño con autismo. Si redujo el déficit y bajó la inflación, puede hacer la barbaridad que quiera.
Con esa negligencia se manejan la militancia fanática y los escuadrones que ejecutan linchamientos en las redes aplicando, aun con más violencia, el manual de censura que dejó el anterior aparato de propaganda.
El sentido común nunca logra evitar el escupitajo de odio. Se vio en el tuit del Presidente en el que dijo que la decisión de la Corte Suprema sobre Cristina Kirchner prueba que el periodismo “ensobrado” al que “no odiamos lo suficiente” mintió al hablar de un “pacto de impunidad”.
En realidad, lo dictaminado por la Corte no prueba eso. Es posible que, si Milei hubiese logrado incorporar los dos jueces supremos que propuso, el dictamen hubiera sido diferente. Sobre todo por Ariel Lijo, un auténtico certificado de opacidad judicial firmado en las tinieblas de Comodoro Py.