Como todos, aprendí a hablar antes que a leer. El relato familiar asegura que comencé tarde, después de los 2 años.
Mucho tiempo antes –a los 2 meses, maso– ilusioné a mis padres tras haber gestado un genio precoz, sólo por repetir “ajó” con y sin ellos enfrente. Hay documentos en la nube: un montón de escenas iguales y aburridas.
Alrededor de mis 4 meses, estrené algo parecido a “baba, baba…”. Mamá se quebró en lágrimas, convencida de haber escuchado “mamá”. Papá igual, pero él escuchaba “papá”.
Al ser primer nieto de las dos familias, mis abuelos decidieron, cada par por su cuenta, buscar colegios para niños prodigio. Sólo el paso del tiempo lograría calmarlos.
Durante los siguientes meses, y para sorpresa de muchos, me llamé a silencio. Sólo lanzaba sonidos largos y entonados con diferentes vocales. A veces eran gritos suaves; otros, imperativos.
Hablar, lo que se dice hablar, no me interesaba. Usaba el cuerpo. Decía “no” con la cabeza, con un dedo o sacudiendo el tronco. Me bastaba girar la cabeza hacia un lado para que todos entendiesen que rechazaba la ocasional oferta. Si estaba satisfecho de comer, curvaba la espalda hacia atrás; y para cada estado de ánimo tenía un modo diferente de fruncir la cara. Más videos, normalmente extensos, lo confirman.
También me comunicaba a través de gruñidos cortos. “Ah, querés agua”, traducían. “Estás cansado”, interpretaban. “Bueno, te presto el teléfono”, concedían. Como mantenía el centro del universo –mi hermana nacería años después–, el lenguaje podía esperar.
Pero una tía estudiante de fonoaudiología abrigaba planes para mí. En cada visita –que eran todos los días–, se sentaba frente a mí y articulaba palabras, modulando sílaba por sílaba.
Yo la miraba fijo, con curiosidad, admirado por aquella lenta y exagerada manera de hablar. Nunca respondí a sus expectativas, aunque guardo un enorme cariño por ella.
Apenas mis padres agendaron una consulta por mi falta de lenguaje, comencé a hablar. Primero fue una palabra, luego dos juntas. Cuando dije “mamá, dame coca”, todos respiraron aliviados.
Creo que en el cambio influyó que mis padres insistieran en contarme cuentos.
Cada noche, sin falta, él o ella se acostaban a mi lado y leían. Si hubo momentos perfectos en mi infancia, eran esos: el calor de la cama, el susurro tranquilo, las miradas de costado para ver si yo me había dormido.
Además de seguir el relato, me intrigaban esas manchitas negras puestas en fila, de donde mis padres hacían brotar el cuento. “Son letras”, explicaban. Pura magia, pensaba yo.
Al nacer mi hermana tuve que compartir todo, incluso los cuentos. Pero eso no era un problema; ella se dormía enseguida. Yo, en cambio, demoraba al pedir que señalaran con el dedo las manchas a medida que las iban leyendo. De a poco comenzaron a tener algún sentido. La E siempre miraba para allá, la P y la R eran parecidas, pero no iguales, y así…
Y un día, el mundo cambió. En cada papel, en los carteles y en las pantallas aparecían letras que yo reconocía. Cada hallazgo era una celebración; cada acierto, un aplauso.
Entré al colegio sabiendo escribir mamá, papá, mi nombre y el de mi hermana. Pensaba que en eso consistía todo.
Sin embargo, hoy estoy acá, en sala de 5, sentado frente a mi primer cuaderno, lápiz en mano. A punto de comenzar lo que parece una gran aventura.
- Médico pediatra