La actual administración nacional está llevando adelante, a plena luz del día, un desmantelamiento sistemático e inédito del sistema científico argentino. No es una metáfora o una exageración. Lo afirmo con datos que duelen y con la profunda preocupación de quien ha dedicado su vida a construir ciencia soberana.
Desde el inicio de esta gestión, el presupuesto en ciencia y tecnología caerá en un 47,6% en dos años en términos reales. La inversión pública en I+D, como función de ciencia y técnica, proyecta un desplome alarmante desde un 0,352% en 2023 a un proyectado de 0,154% del producto interno bruto PIB) para 2025, el valor más bajo en décadas.
La Ley 27.614 proyectaba alcanzar el 1% del PIB para 2032. Hoy vamos en sentido contrario, a contramano del mundo entero incluyendo aquellos países que esta administración suele poner como ejemplo (Estados Unidos, 3,43%; Israel, 6,3%).
En organismos clave como la Secretaría de Ciencia, los recortes superan el 87,9% real contra 2023. Y en el Inta, institución donde me formé y que defiendo con una convicción inquebrantable, enfrentamos retiros de personal masivos, la parálisis de líneas estratégicas de investigación y la venta de tierras e infraestructura que son productivas, que son patrimonio de todos.
Han intervenido el Inta despojándolo de su autonomía y autarquía, con casi 70 años de historia, a través de un cobarde decreto y un comunicado falaz que quedará para la historia reflejando uno de los momentos más oscuros de manipulación mediática y ataque a la academia. Esto no es austeridad. Esto es la ejecución de una política de desmantelamiento institucional deliberado.
Grandes pérdidas
¿Qué se pierde cuando se destruye la ciencia pública? Se pierde soberanía. Se pierde nuestra capacidad vital de generar conocimiento propio, de adaptarnos, de solucionar los problemas de nuestro país.
Se destruyen laboratorios que investigan enfermedades como el dengue, el Chagas o la fiebre hemorrágica argentina, padecimientos que no le interesan al norte global, pero que flagelan a nuestras comunidades.
Se detienen investigaciones cruciales en salud, en genética vegetal, en tecnologías orientadas a bajo impacto ambiental, en energía y adaptación al cambio climático. Se desmantelan equipos de trabajo formados durante décadas.
Se pierden datos, experiencias y resultados claves de ensayos plurianuales que jamás podremos recuperar. Y lo más devastador: se le arrebata al país su propia capacidad de pensar, de planificar, de tener un horizonte.
La narrativa que justifica este derrumbe no es inocente, es deliberada e implementada como una estrategia de ingeniería del caos. Nos han llamado “ñoquis” y “parásitos” convirtiéndonos en parte del problema desde una perspectiva del “son ellos o nosotros”.
Esa estigmatización nos ha perforado el alma. Y duele. Duele porque nadie defiende lo que no conoce, lo que no valora.
Hechos innegables
Pero los hechos están ahí, son innegables: la ciencia pública nos permitió generar nuestro sistema agropecuario, desarrollar biotecnología propia que hoy nos enorgullece, avanzar en energía nuclear, y formar a los médicos, ingenieros y epidemiólogos que cuidan nuestra salud y nuestro futuro.
Generamos valor. Creamos soluciones. Formamos ciudadanía. Cada peso invertido en ciencia retorna multiplicado. Esto no es ideología: es evidencia. Y desoírla tiene un costo que no se mide en Excel, sino en décadas perdidas, en vidas truncadas, en la propia esencia de lo que somos como nación.
Hoy se ha vaciado de dignidad el acto de investigar. No hay convocatorias para financiamiento de investigación, no hay incentivos para que los jóvenes empiecen, no hay insumos básicos para trabajar. Los salarios son una vergüenza.
Más de 1.500 investigadores han sido expulsados del sistema. Los que quedan, simplemente sobreviven. Y los jóvenes, ¿qué les decimos? Ya no sueñan con una carrera científica; sueñan con irse. Porque acá la realidad grita: el talento estorba y afuera lo valoran.
Lo que se está destruyendo ahora no se reconstruye ni en un año, ni en un gobierno. Llevará generaciones. Tal vez más. Y sin ciencia no hay futuro para nuestro país. No podemos destruir la ciencia y esperar que el país sobreviva.
No podemos aceptar ser un país que sólo importa ideas, que alquila conocimiento, que expulsa a sus mentes más brillantes. El tiempo se agota. Y lo que se pierde en esta vorágine, no vuelve.
Defender la ciencia es defender el derecho de Argentina a tener un futuro propio. A decidir sobre sus alimentos, su salud, su ambiente, su educación, su energía. A construir un bienestar real con inteligencia y soluciones locales. La ciencia no es un lujo. Es, hoy más que nunca, una condición innegociable para nuestra soberanía y para la vitalidad de nuestra democracia.
*Científico Argentino (UNC), Investigador del Inta