No existe un aprendizaje previo para el ejercicio de la presidencia de la Nación. Llegar a ella es, para una ínfima minoría, la culminación de una carrera política exitosa.
Pero incluso quien finalmente lo logra, luego de un razonable cursus honorum, se enfrenta a un universo nuevo.
Uno donde las presiones, la necesidad de mantener el equilibrio entre múltiples intereses en pugna, las urgencias, los niveles de decisión en colisión, la vanidad, la ausencia de amistades, la lealtad bajo evaluación constante, los condicionantes internos y externos, la soledad de quien la ejerce, el fracaso al acecho y el esquivo éxito, no son para cualquiera.
El desgaste se ve en los rostros, que apenas disimulan los maquillajes, en la tonalidad cada vez más blanca del cabello, en el cuerpo y sus variaciones.
La rutina es frenética, incluso cuando no medien viajes o audiencias sucesivas. La carga es la responsabilidad; el peso es el dilema que suponen las decisiones; la tensión es el continente del ejercicio de la primera magistratura. No hay otro modo.
Carlos Menem no lo sufría; parecía un pez en el agua, citando el título del libro de Mario Vargas Llosa, en donde sus memorias se entremezclan con el relato de su fallida candidatura a la presidencia de Perú.
Fernando de la Rúa parecía que sí. Se percibía su incomodidad; no fluía; no estaba a gusto. Ambos, con dilatadas carreras políticas, hacían pensar en destrezas similares en el manejo del poder.
Pero llegados a la presea máxima, la prueba era distinta, y cómo lo afrontaron resultó también así. Jamás sabremos a ciencia cierta cómo lo vivió cada uno; sólo tenemos impresiones que nos permiten conjeturar algo de ello.
Javier Milei no tenía experiencia política previa, salvo un breve paso por la Cámara de Diputados, sin trascendencia. Lo suyo era el trabajo en empresas, la escritura de algún libro, el dictado de conferencias y, los últimos años, sus excéntricas presentaciones de panelista locuaz, agresivo, provocador, incorrecto e insolente.
Su atractivo electoral compensó sus carencias, y una vez elegido, las alarmas sonaron, incluso las de sus promotores.
El primer año navegó en aguas tormentosas, entre la oposición, la inexperiencia y su estilo agresivo y exasperante. El segundo de su administración comenzó igual, con errores de inocencia y de exceso de soberbia. A mitad de año, empezó a mutar y el cambio parece consolidarse luego del triunfo electoral.
Se lo observa más apocado, con menos exposición a largas y tediosas entrevistas, con la ira contenida o erradicada. Como si le hubiese encontrado el tiempo a la sociedad, o como si entre ella y él llegaron a un punto de equilibrio.
Su trayecto hasta el presente fue vertiginoso, lleno de vaivenes y con miedo a imprevistos. A los suyos. A posibles descontroles, también de su propia factura. Pero nada de eso ocurrió. Hay allí, mal que les pese a sus opositores, un aprendizaje.
Asoma, ahora sí, un liderazgo singular, sui generis. Javier Milei no tiene parangón en la historia del país. Sí, como escribimos una vez aquí ni bien fue elegido, su meteórica performance es comparable en tiempo al ascenso de Juan Domingo Perón entre 1943 y 1946. No sus ideas, ni su estilo, tampoco el contexto. Pero sí la velocidad de su emergencia y llegada al poder.
Contra todo pronóstico, y tras una apuesta arriesgada, surgió alguien que parece haber aprendido el difícil arte de gobernar.
Llegados a este punto, su inexperiencia personal se convierte en anécdota. Las realizaciones o los fracasos de su presidencia serán ahora lo que importe.
*Periodista



















