“Los jardines de infantes son instituciones ajenas a la idiosincrasia argentina. La educación antes de los 6 años no produce efectos favorables en el rendimiento escolar en la primaria. La formación de docentes especializadas resulta inadecuada ya que la estimulación temprana produce aumento de la indisciplina”.
Tales eran los encendidos argumentos en rechazo al artículo 11 de la Ley de Educación argentina de 1884, que proponía la creación de “uno o más jardines de infantes en las ciudades donde fuera posible dotarlos suficientemente”.
La enorme mayoría de las familias coincidía en la idea; prefería mantener a los niños pequeños en casa, educados puertas adentro. Frente a lo tradicional, la ley parecía plantear una suerte de “abandono” de la primera infancia, con instituciones que suplieran “las responsabilidades de mujeres madres”.
No obstante, apenas tres años después se inauguró el primer jardín en la ciudad de Córdoba integrado a la Escuela Normal –luego bautizada Alejandro Carbó– en el Pueblo de Alberdi.
Célebres educadores, como la maestra Rosario Vera Peñaloza, por cuya fecha de fallecimiento se conmemora a las maestras, argumentaba por entonces que el preescolar “ya no representa un producto extranjero manejado por luteranas, sino una necesidad educativa específica, con sus métodos, con sus modos de organizarse, con sus materiales didácticos”.
Lo cierto es que los cambios se produjeron en la década de 1940, impulsados por la inclusión laboral de la mujer en el circuito productivo, lo que aceleró la creación de más centros formativos.
Desde el (primer) gobierno nacional (peronista) se impulsaba un conjunto de políticas destinadas a ‘nacionalizar’ y ‘laicizar’ la educación infantil, mientras que en la provincia de Córdoba ocurría lo opuesto, ya que la confianza en las funciones educativas se depositaba en la Iglesia”.
La expansión del número de jardines infantiles en Córdoba se produciría en la década de 1950, en sincronía con el marcado aumento poblacional, un acelerado desarrollo de la comunidad universitaria y la ampliación de la industria metalmecánica.
Había adultos más ocupados y hacinados que requerían ayuda para la crianza de su prole, y en ese contexto se fueron consolidando los fundamentos pedagógicos para que el nivel “preescolar” fuera una instancia de estímulo y sociabilización y no una simple respuesta a la ausencia paterna.
En las siguientes décadas proliferaron los jardines, pero, como era de esperar, fue en las ciudades más pobladas. En las pequeñas las familias preferían que niños y niñas permanecieran en su casa hasta la “inevitable edad de incorporarlos al nivel primario”. En esas localidades sobraban hermanos para socializar y aprender lo básico, y familiares para cuidar en ausencia de los padres.
Con la apertura democrática durante la década de 1980 se adoptó la denominación de Nivel Inicial y, ya situados en el siglo 21, nadie discute sobre la necesidad del Nivel inicial ni sobre la consideración social de sus docentes.
Padres y madres agradecen cada día dejar en manos profesionales a sus tesoros para así poder cumplir con sus obligaciones.
Les alivia saber que en “la guardería” o en el Jardín aprenderán lo que ellos no pueden o no saben: a saludar, a decir permiso, por favor y gracias, a instalar algunos límites de convivencia y “a guardar, a guardar…”.
La tendencia de la evolución de la educación inicial es clara; aunque resulta temerario imaginar un futuro en el que esta tercerización educativa termine en profesionales que planifiquen la familia, lleven adelante embarazos e incluso, amamanten.
*Médico pediatra