Sucedió hace unos 3.300 años. Los recién liberados esclavos israelitas, que habían sido utilizados como mano de obra barata para el Imperio egipcio, encararon su primera obra pública: un santuario para Dios.
Así lo relata la Torá sobre el final del libro del Éxodo, dando cuenta de un pedido divino para que todos contribuyeran de modo obligatorio con una suma mínima (medio siclo de plata), lo que evidencia que nadie quedaría fuera de la obra comunitaria.
Su poco suntuosa hechura –junto con la confección de las vestiduras sacerdotales– se logró también gracias a las donaciones que los israelitas ofrendaron con “generosidad de corazón”.
Oro, plata, cobre, madera, lino, lana, aceite, especias y piedras preciosas fueron algunos de los elementos utilizados, descriptos con una obsesiva puntillosidad por el texto bíblico.
Antes de inaugurarse el tabernáculo, en pleno desierto, Moisés hace un recuento público de lo recaudado y explicita, junto con los arquitectos de la empresa, en qué se gastó y en qué se usó cada una de las donaciones recibidas. Relean por su cuenta rápidamente los últimos versículos del capítulo 38 y verán que no exagero cuando afirmo que el detalle del balance mosaico es verdaderamente milimétrico.
La lección es contundente. El mismísimo Moisés rinde cuentas por el uso de cada uno de los bienes del pueblo requeridos para la obra sagrada, porque aquellos que lideran no están exentos de hacerlo, aun contando con el sello divino como garantía.
Diría un poco más... el pedido de la construcción fue hecho por boca de Dios, pero el arqueo de caja y la publicación de los gastos fue iniciativa personal de Moisés.
Este pequeño y crucial dato quedó en la conciencia judía como el antecedente principal para obligar a las organizaciones comunitarias, a lo largo de los siglos, a que tuvieran como consigna permanente el mantener las cuentas claras, a fin de preservar los valores éticos de la recaudación y la inversión de los recursos de las familias aportantes.
El versículo con el que el Creador invita al pueblo a su primera obra pública es maravilloso: “Háganme un santuario para que Yo resida entre ustedes” (Éxodo 25:8).
La residencia de lo divino nunca se halla en las paredes. Se encuentra allí, entre nosotros, cuando nos tratamos de modo sagrado. Hay que darse cuenta. Y hay que dar cuentas.
* Rabino; integrante del Comipaz