Es muy difícil provocar asombro en la Argentina, un país que lleva casi un siglo renegando de la normalidad y que se obstina en producir titulares que parecen extraídos de una cuenta de Tik Tok administrada por los internos de un manicomio.
Por eso, que el presidente de la Nación, quien hace apenas dos meses aterrizó sobre la Casa Rosada, provoque desconcierto y sorpresa entre los argentinos dice mucho sobre él. Javier Milei, el economista outsider que en sólo un año y medio pasó de ser un panelista bizarro en los programas de televisión a ganador de un balotaje presidencial histórico, continúa siendo un bicho extravagante y un desafío para el entendimiento.
Milei no comparte los códigos de los políticos, no se siente ni habla de sí mismo como un político. Tiene una forma violenta y destructiva para relacionarse con la clase sobre la que él impuso el calificativo de casta: detesta, ataca y ridiculiza a legisladores, gobernadores, gremialistas, empresarios y periodistas. Es como si todavía no hubiera tomado conciencia de su cargo y siguiera disfrutando de la estudiantina de campaña electoral, apoyando en las redes sociales insultos gravísimos que sus seguidores postean contra otras figuras de la vida pública.
Por ejemplo, mientras estaba en el Foro Mundial de Davos, en sólo seis horas hizo 300 retuits en la red X para chicanear al gobernador de la provincia de Buenos Aires, polemizar con las declaraciones de un actor que llevaba tres años muerto, pelearse con una cantante y pedir cárcel para un colectivero que atropelló a un perro en el conurbano bonaerense, entre otros asuntos.
Además, Milei republica las imágenes que sus devotos hacen de él usando Photoshop e inteligencia artificial, en las que aparece como un galán de rostro anguloso, bello, alto, musculoso y sin papada, o como un androide Terminator del futuro que se prepara para masacrar a sus enemigos políticos.
Ya todos hemos visto que, en realidad, Milei es un gordito despeinado y desprolijo, bastante bocón, de risa fácil, calentón, a quien no le da la altura para ser granadero de la Casa Rosada. Sabemos también que es un populista de derecha, con rasgos mesiánicos, que dice ser anarcolibertario pero con escasos riesgos de que alguna vez lleve ese ideario extremo a la práctica.
Un elemento destacable de Milei, que lo resalta, es que no miente. O, por lo menos, no lo ha hecho hasta ahora. Hasta sus medidas más resistidas ya las había anunciado con sinceridad criminal. Durante la campaña dijo –en resumen– que haría el ajuste más grande del último siglo, que pondría patas arriba la economía del país y que haría sufrir a los argentinos un año antes de realizar una transformación histórica. Con ese discurso obtuvo el 56% de las voluntades.
Si en aquellos días hubiésemos escuchado a Milei con más detalle, habríamos puesto nuestra atención en las confesiones que hizo en una larga entrevista que ofreció a la vedete Moria Casán en julio de 2018. En ese programa, Milei contó intimidades: que el sexo físico le parece espantoso, que practica sexo tántrico blanco, porque es más espiritual y puede prescindir de lo corporal.
Dijo que eyacula una vez cada tres meses, lo que es una forma eficiente de ahorrar recursos, pero que, agregó, ello no le impide participar en tríos sexuales. Dijo que a los 13 se subió a un colectivo para ir a debutar con una prostituta, que el matrimonio es una institución perimida porque ningún amor dura hasta la tumba, y muchísimas naderías más.
Pero lo más interesante es que en esa entrevista Milei se autodefinió como un personaje salido de una ópera. Dijo que es tan apasionado como Henry, el millonario de Manhattan que se escapa de una película y atraviesa la pantalla del cine, enamorado de una espectadora, en la película de Woody Allen La rosa púrpura del Cairo.
Dijo que él es Cavaradossi, el pintor amante de Tosca, en la ópera de Puccini. Que es Calaf, el príncipe que arriesga su vida por el amor de la princesa persa Turandot, en la ópera del mismo nombre, y afirmó que es como Rodolfo, el poeta celoso que se enamora de la costurera tísica Mimí en La Traviata.
Eran demasiadas banderas rojas y muchos no las vieron. El Presidente se asume como un personaje de pasiones extremistas, se autopercibe como protagonista de dramas exagerados y sentimentaloides en los que le va la vida. Quienes hoy se sorprenden de sus actitudes radicales y desaforadas es simplemente porque no supieron escucharlo a tiempo.