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Opinión / Anécdotas de la pampa gringa

La Tota y la oferta

Relatos de San Francisco, de aquella época en que no existían teléfonos inteligentes para fotografiar o redes sociales para escribir y compartir.

12 de junio de 2021,

07:55
Ricardo Trotti
La Tota y la oferta
Este cuadro al óleo sobre papel, "Mostrador", lo pintó mi hermano Gerardo en su adolescencia, quien practicaba en el bar lo que aprendía del gran pintor Miguel Pablo Borgarello, primo de mi mamá.

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San Francisco es una ciudad del interior argentino que hace equilibrio entre las provincias de Córdoba y Santa Fe, en plena llanura, y que no tiene ríos ni montañas; solo un par de laguitos con mojarritas en el Parque Cincuentenario. Por aquellos primeros tiempos, la Tota, mi mamá, no había cambiado mucho, a juzgar por una fotografía de casamiento en blanco y negro, con enmarque dorado, colgada en el comedor de casa.

Mostraba sus rebosantes 24 años y la cola de su vestido blanco satinado y con encaje, que tapaba los zapatos negros del Livio, mi papá, quien era seis meses más joven que ella. Mi papá ostentaba orgulloso unos bigotitos tipo Clark Gable en “Lo que el viento se llevó”, y un traje negro cruzado, adornado con un pañuelito blanco de dos puntas en el bolsillo del corazón.

Esa foto me tuvo a maltraer por un detalle que a otros les resultaba imperceptible y que a mí me despertó curiosidad como las de Sherlock Holmes en el cine Mayo: una manchita clara que des-entonaba sobre el saco negro de mi papá, y otra oscura, del mismo tamaño, posada sobre el vestido de mi mamá.

Mi mamá estaba radiante con una cabellera oscura, larga, ondulada, casi rizada, medio escondida debajo de un velo y una corona de margaritas menuditas. En sus manos, tenía un ramo de margaritas blancas y unos guantes de encaje que habían pertenecido a su tatarabuela y desde entonces pasaron de generación en generación.

Esbozaba una sonrisa segura y azucarada que la acompañaba siempre, a tono con unos ojos chicos café, que permanecían eternamente aguados y brillosos por la emoción, llorara o se riera. Lucía una cintura alta y ceñida, una pancita incipiente como si tuviera un embarazo de tres meses y sus piernas torneadas, flacas y largas la hacían más alta de lo que era.

La nariz afilada con pompón en la punta, los pómulos salientes y la frente amplia desnudaban las señas particulares de su familia, los Trossero, de Plaza Clucellas, una pequeña comuna cercana a Eustolia.

Trabajaba de sol a sol y un poco más. Era más bien hiperactiva, siempre con tres o cuatro tareas a la vez. Podía estar tejiendo un pulóver, zurciendo una media, atendiendo en el bar, friendo milanesas, barriendo el patio o sacándole el sarro a la bañera y, al mismo tiempo, se las ingeniaba para visitar la gruta de la Virgen en el Hogar de Ancianos por alguna promesa incumplida, rezar los cinco misterios de un Rosario que aliviara la enfermedad de un pariente o pasar la noche en el velorio de algún vecino.

Calzaba mocasines con el frío y ojotas en el verano, con las que dejaba un rastro de plaf-plaf que la deschavaban por donde anduviera. Atrapaba su cabello con unos pañuelos de colores pálidos, como sus vestidos, todos sencillos, con flores tímidas y hasta la rodilla, abotonados al frente.

A su pelo finito y no tan copioso, como el limonero del patio, lo disimulaba con un peinado de peluquería batido y alto como un mangrullo, con forma de nido de hornero. Toda una tentación para mí.

Ricardo Trotti

Opinión

El bar de mi mamá

Ricardo Trotti

“Pajariiiiiiitoooooo chiquitito que te fuiste volando...”, le canturreaba mientras le achataba el peinado con un golpe suave que, por obra y gracia del spray, rebotaba de inmediato a la rigidez original. Después de la treta, mi mamá esbozaba una mueca dulce y tierna, preludio de un gesto de ogro. Fruncía el ceño, se forzaba bizca, arqueaba la boca para dejar ver un colmillo draculiento y se me abalanzaba con los brazos extendidos. “¡Ay, ay, ay, que te agarra el cuco! ¡Ay, qué ganas de comerte!” Cuando me atrapaba, una supuesta paliza se transformaba en un infernal cosquilleo con el que perdía todas mis fuerzas. Nada podía ni quería hacer para zafarme.

La ropa de color más firme y elegante la usaba los fines de semana, a partir del sábado por la tarde, cuando se cambiaba para ir al cine Rex con mi papá o para ir a comer a la pizzería Colón, frente al cine Universal, y escuchar fascinada el timbre español del gallego Moreno cuando ordenaba a su gente “marche una pizza ezpezial”. O para cuando viajábamos en colectivo a Plaza Clucellas a visitar a su mamá, la nona Antonia, que soportaba una larga enfermedad.

Minutos antes de ir a la estación para tomar el ómnibus hacia Plaza Clucellas, se pintaba las uñas de sus delgadas e interminables manos con un color rosado fuerte que se iba descascarando con el ajetreo de la semana. Siempre llegaba de buen humor, y para los cumpleaños de la nona Antonia o el del nono José hacía payasadas e inventaba miles de morisquetas. Se ponía un vestido viejo, una peluca desaliñada y, torciendo los ojos y con voz infantil, imitaba a Niní Marshall o se hacía pasar por personajes tontuelos del linaje familiar.

Solía hacer pareja de comediante con su hermana mayor –la más gorda, la tía Angela– y con la complicidad de otra de sus hermanas preferidas, la tía Delia, que tenía la risa más contagiosa del mundo. Recorrían todos los puestos de una mesa interminable a la que nos sentábamos miles de tíos, primos y nietos, mientras asustaban a cada comensal con ademanes y rasguños ficticios. Todos, de-leitados y festejando a mi mamá, le pedían que no terminara la comedia y lo atrapara a mi papá. Le llegaba de sorpresa desde atrás, fabricaba unas muecas con ojos en blanco y, cuando lo amenazaba con las manos temblorosas hacia el cuello, él se encogía de hombros y con vergüenza ajena la espan-taba con un “¡salí! ¡salí de acá!”. Las carcajadas bramaban y ella se sentía a sus anchas. Entonces, se encorvaba hacia delante en señal de agradecimiento, para recibir los aplausos como si se tratara de la mejor actriz del Mayo.

Su jocosidad le auguraba risas fáciles, aunque cada tanto le afloraba el carácter fuerte, medio testarudo. No era explosiva como mi papá; pensaba antes de actuar. Tampoco era de gritar mucho, pero cuando discutía sobre cualquier cosa, por pequeña que fuera, le gustaba tener la última palabra. “Sos porfiada como mula tuerta; peor que José”, le recriminaba mi papá cuando perdía una discusión, comparándola con mi tío José, casado con la tía Clorinda, una de sus cinco hermanas.

Su mayor fortaleza era que no se amilanaba ante la adversidad. Y alcanzaba lo que se proponía. Creo que algún viejo filósofo se inspiró en ella para crear el sabio dicho “el que persevera, triunfa”.

–¡Nos jodieron! ¡Nos mataron! –exclamó mi papá, que pasó zumbando, perdiéndose por el patio.

–¿Y a este qué le picó? –se preguntó mi mamá. Tras una pausa, lo siguió apresurada, hasta que lo descubrió blanco como un papel, sentado en el patio en la mesa redonda de granito, debajo de la parra, manchado por golpecitos de sol.

–¿Quién nos jodió? ¿De qué estás hablando?

–Estos, estos –contestó exaltado, señalando con el índice la página de clasificados de La Voz de San Justo.

–Pero ¿quién? Por favor, viejo, dejá de renegar. ¿De qué hablás?

–¡Estos! Los Pons. Mirá, mirá lo que dice acá –exclamó, estirándose por arriba de la mesa para alcanzarle a mi mamá la página del diario.

El clasificado pasaba por tímido al fondo de la página, pero el título de “Vendo esquina” en letras rellenas llamaba la atención. “Vendo, exitoso negocio con casa de familia en importante esquina céntrica. Listo para habitar o seguir con inquilinos serios y excelentes, con buena renta. Consulte”.

Se quedaron mirando el uno al otro, pero sin ver, serios y callados, cada uno extraviado en sus pensamientos.

–¿Cómo sabés que se trata de esta esquina? Puede ser cualquier otra –le preguntó. Y se respondió a sí misma, tratando de desviarle la angustia a mi papá, porque el problema era real: los cuatro dígitos del número de teléfono al final del aviso coincidían con el de los Pons.

–¿Qué vamos a hacer? ¿Qué vamos a hacer? –se preguntó mi papá, sin esperar respuesta.

–Hagámosle una oferta –le respondió mi mamá con un flechazo; después de todo, ese era el objetivo desde que habían llegado a San Francisco y se instalaron en la esquina en 1958, el año que nací yo.

–¿Oferrrrrta? ¿Con qué? Pero… no me hagas reír.

–Bueno, no sé, busquemos otro trabajo. Le puedo pedir ayuda al Tito; qué se yo. Pero algo tenemos que hacer; no nos podemos quedar de brazos cruzados.

–Vieja, tenemos una mano atrás y otra adelante –dijo resignado mi papá–. ¿Qué bicho le habrá picado a estos? ¿Por qué querrán vender si nosotros les pagamos a término? Siempre me dicen que están contentos con nosotros; si no, mirá lo que dicen aquí.

Mi mamá empezó a releer el anuncio y frunció el ceño. No lo podía creer. Tantos años soñando para nada. Cuán rápido se le podía escapar el sueño que venía amasando desde que habían llegado a San Francisco. Comprar la esquina era su máxima aspiración. En realidad, era mucho más que eso: era cumplir consigo misma. “¿Qué miércoles vamos a hacer ahora?”, pensó. “Ayudame, virgencita; por favor, ayudame”.

Siempre se planteaba objetivos a corto y largo plazo, porque decía que “una vida sin propósito no merece ser vivida”. Para cumplir con su dicho, practicaba casi a diario lo que le había enseñado alguien de su familia: escribir. Así que usaba una libretita forrada en papel araña verde plastificado, que guardaba celosa en su mesita de luz. No era un diario, sino unas páginas donde escribir y tachar lo que iba logrando. Escribía solo un par de objetivos por página, y parecía que el tamaño de las letras denunciaba cuán importante era lo que pretendía.

En una página tenía tachado, casi raspado, “transformar la despensa en bar”, lo que denunciaba que se había cumplido. En otra estaba subrayado y atrapado en un círculo rojo: “Ahorrar lo suficiente para comprar la esquina”. Después de unas cuántas hojas en blanco, había escrito frases sueltas, deseos y hasta plegarias: “Diosito, que mami vuelva a caminar”.

También aparecían muchas frases para que mi papá dejara los Jockey Club, “lograr que a los chicos los acepten en los Hermanos Maristas” y hasta una referencia para comprar unas chucherías de acero inoxidable que la tenían a maltraer en la vidriera de la ferretería Atilio Godino, a las que definía, en letras mayúsculas: “SON ETERNAS”.

–¡Ya sé! –reaccionó mi mamá con talante más despreocupado–. lo que tenemos que hacer es ganar tiempo y encomendarnos a la virgencita.

Sabiendo que estaban a dos meses de la próxima Navidad, le propuso a mi papá:

–Hacele una oferta irresistible, pero decile que tendremos toda la plata recién para fin de año, cosa que no escuchen ninguna otra oferta. Así ganamos tiempo.

–¿Creés que va a funcionar? –dudó mi papá.

–Yo creo que sí. De repente podés buscar otro trabajo y yo le doy empleo a alguien para que me ayude aquí, o abrimos otro negocito en el salón del costado… o lo alquilamos. Voy a jugar a la quiniela como loca; ya vas a ver que voy a pegar la grande y mientras tanto le haré una promesa a la virgencita que no me va a poder decir que no –propuso, con palabras rápidas y certeras, pensando que una fórmula que combinara trabajo duro, fe profunda y mucha suerte tendría que ser exitosa.

–¡Qué lo parió! A veces parece que cuando estás abajo, te pisan más todavía –rezongó mi papá, y entonó resignado unos versos de su tango favorito, “Yira, yira”, dejando caer las últimas sílabas: “Cuando no tengas ni fe, ni yerba de ayer secándose...”

–Pero sé más optimista, Livio. ¡Esta vez no puede fallar! –lo tranquilizó–. Siempre te quedás pensando en tu mamá y en aquel maldito colchón que te hicieron bajar del auto en Eustolia. Por favor, ¡olvidate de eso!

Mi mamá pensó que debía neutralizar la decepción de mi papá y que no bastarían las palabras. Camino a la cocina, se detuvo en el living comedor, abrió la puertita baja del combinado de madera clara y patitas flacas, tomó el sencillo de Nicola di Bari que le había regalado mi prima Miriam Forno para su cumpleaños, se aseguró de posar la púa al principio del surco, ajustó el volumen para que solo quedara de fondo y se fue a la cocina sabiendo que “Amore ritorna a casa” sería el bálsamo perfecto. Abrió la ventana enrejada que daba al patio y de frente a mi papá, que había quedado clavado y pensativo en la mesa de granito. Tomó la azucarera del mate, derramó el azúcar sobre la sartén mágica y cuando el olor brotó y comenzó a embriagar toda la esquina, recordó a su mamá, la nona Antonia, quien le había heredado una de las mejores recetas para domar almas en pena: “derretí azúcar y nunca te olvides: ‘lo salado mejora la digestión; pero lo dulzón ablanda el corazón’”.

El olor del azúcar también le hizo bien a ella. Ojeó de memoria la libretita verde, se imaginó remarcando el círculo rojo con muchas vueltas y tachando el objetivo. Quedó tranquila y en paz. Al-canzar el sueño de comprar la esquina sería solo una cuestión de tiempo.

Leer más anécdotas de la Pampa Gringa. Próxima entrega, el miércoles: Sonaron cuatro balazos

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