En notas anteriores me he referido a la importancia de las instituciones y su funcionamiento en la gobernanza de las naciones y en el progreso y crecimiento sostenido de sus sociedades. Me baso, para ello, tanto en las conclusiones de la ciencia política como en las afirmaciones de los últimos ganadores del premio Nobel de Economía.
Y no sólo de las instituciones políticas y económicas sino también las de la sociedad civil. Ello en el sentido de que sin su concurso organizado, la legitimidad de los gobiernos y la gobernanza misma se ven seriamente deterioradas.
Estas instituciones funcionan sobre la base del principio de representatividad, condición necesaria para la plena vigencia de la democracia y del sistema republicano.
En Argentina, desde las elecciones de 1983, y pese a los continuos fracasos de los gobiernos, la sociedad no reniega de estas ideas.
Sin embargo, el sostenido proceso de decadencia que se ha verificado desde entonces está carcomiendo las bases mismas sobre las cuales se sostiene el sistema.
Un escepticismo creciente está ganando a la gente respecto de la factibilidad de avanzar en un camino de crecimiento, bienestar y progreso sostenible en el tiempo. En este sentido, la dirigencia ha tenido una responsabilidad que no puede soslayar.
Degradación institucional
Demasiadas veces el sistema de división de poderes, que provee los pesos y contrapesos que una democracia necesita, ha sido violentado.
La delegación de poderes del Legislativo hacia el Ejecutivo a través de artículos en la Ley de Presupuesto y a través de los decretos de necesidad y urgencia, que permiten gobernar soslayando al Poder Legislativo, fue una constante desde 1983.
Los intentos de subordinar el Poder Judicial al Ejecutivo, con manifestaciones al estilo “quien elige a los jueces”, con escraches a miembros de la Corte Suprema, con intentos de juicio político, con designación de jueces supremos por decreto, con intentos de someter la Justicia a los dictados del poder político bajo la consigna “democratizar la justicia”, han sido también una constante de nuestra democracia.
El Poder Judicial también ha enfrentado críticas por su falta de independencia y lentitud en la resolución de casos de gravedad institucional, así como por demoras en la resolución de causas de corrupción, que han puesto en duda su eficacia.
La imposibilidad de aceptar que la sociedad argentina es plural en ideas e intereses –y que la función de todo gobierno es armonizar esos intereses en beneficio del conjunto– llevó a que la disputa de poder sea bajo la idea de amigo-enemigo, lo que ha generado una grieta que atenta contra la idea de una sociedad integrada y ha impedido el diálogo, el debate constructivo y la búsqueda de acuerdos mínimos necesarios para el funcionamiento institucional.
La transparencia de los actos de gobierno y su rendición de cuentas no se ven garantizadas y están en discusión permanente por los casos de corrupción y de clientelismo detectados, por la manipulación de la información, por la falsificación de las estadísticas nacionales y por los intentos de control de los medios de comunicación, en abierta transgresión al principio de libertad de prensa.
Las políticas erráticas, cambiantes y pendulares y las recurrentes crisis económicas han puesto bajo presión a las instituciones del Estado. La inflación, el aumento de la pobreza, la indigencia y la informalidad han afectado gravemente su funcionamiento.
Se ha violado la independencia del Banco Central; se han utilizado las agencias del Estado para escuchas ilegales, espionaje o carpetazos a políticos y a ciudadanos desde el Poder Ejecutivo; la Comisión Nacional de Defensa de la Competencia ha estado al servicio del poder político; se han utilizado partidas discrecionales del presupuesto como sistema de premios y castigos para subordinar a los estados subnacionales, y hasta se ha gobernado sin presupuesto.
Hemos confiscado los depósitos de ciudadanos argentinos y extranjeros; hemos incumplido nuestros compromisos de deuda en múltiples ocasiones; hemos expropiado empresas sin respetar contratos, y hemos cambiado demasiadas veces las reglas del juego con fines partidarios o electorales.
Hemos sido incapaces de generar políticas de desarrollo de largo plazo, y esto ha contribuido a una sensación constante de inestabilidad institucional, ya que las instituciones no logran consolidarse para garantizar un crecimiento sostenido.
La conflictiva propuesta del juez Ariel Lijo para acceder por decreto a un cargo de juez de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, cargada de oposiciones por parte de la sociedad civil y además pretendiendo no renunciar a su cargo anterior, continúa afectando y desprestigiando el sistema.
Y como coronación de tantos atropellos a la institucionalidad, la no concurrencia a la asamblea legislativa en forma masiva por legisladores y gobernadores nos hace descender un escalón más en este camino de decadencia.
Crisis de representación
Es entonces que el principio de representatividad está seriamente cuestionado. Ya los ciudadanos han perdido el respeto por los representantes que el sistema les ofrece. Se cuestiona aquello que nuestra Constitución reza: “el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes”, como principio ordenador de las instituciones.
Y las modernas tecnologías de la información y las comunicaciones les han provisto las herramientas para representarse por sí mismos, juzgar en tiempo real los actos de gobierno y opinar en el debate público. Y esto está afectando la gobernanza de las naciones.
Cabe preguntarse, entonces, cuáles serán las formas en que las sociedades de hoy podrán hacer frente a los nuevos desafíos que se presentan en función de los profundos cambios provocados por la evolución de las relaciones humanas, a fin de fortalecer el sistema democrático e institucional que garantice una forma pacífica y civilizada para la resolución de los conflictos de poder.