“Qué época tan extraña, dirán de la nuestra los historiadores del futuro, donde la derecha no era la derecha, la izquierda no era la izquierda y el centro no estaba en el medio…”. Así cita Mario Vargas Llosa a André Malraux en un artículo incluido en su libro Un bárbaro en París: textos sobre la cultura francesa (2023).
Y la frase, acuñada en los años 1960, podría ser propia de nuestra época, un tiempo de desorientación y ausencia de un profundo sentido de la política y de las ideas que la explican.
El mundo se presenta así y la Argentina no escapa a esa generalización que, como todas, es imprecisa y a veces injusta.
Vulgaridad manifiesta
Lo cierto es que el espectáculo de la política muestra eso, validado por comunicadores; que no son periodistas, dado que son ajenos a la pluralidad y a la búsqueda de noticias ancladas en hechos comprobados por distintas fuentes.
Por ejemplo, las señales de noticias y las radios mal llamadas nacionales –dado que emiten desde la capital de la República, con escasas referencias al vasto y heterogéneo país que habitamos– editorializan continuamente e invitan siempre a las mismas personas, lo que parcializa la visión y fija una agenda que en nada o en poco tiene que ver con lo que aqueja a una ciudadanía apática y centrada en su día a día.
La superficialidad arrasa los debates mediáticos, que reflejan los que se dan en los ámbitos propios de la política, lo que en uno y otro espacio lleva al virtuosismo el arte de no decir nada.
Además, los gritos, los insultos y la mala educación parecen ser las armas de los intercambios. Reemplazan sin culpa el rigor conceptual y la lectura práctica de la realidad, propia de la política bien entendida y de un análisis periodístico profesional.
A todas luces, es la peor época de la política argentina. No sólo el fracaso económico–social refleja esta afirmación, sino que la refuerza la vulgaridad en la conversación pública, que llega a límites insospechados. Sumada, por si faltase algo, a la precariedad ideológica, que asombra a cualquier ciudadano medianamente informado.
Sin final a la vista
La violencia verbal es un indicador de lo que venimos diciendo. Esto afecta transversalmente a la dirigencia, que dialoga (¿?) entre ella, de temas propios y de pleitos entre facciones plagados de intereses personales.
Lo mismo ocurre en el periodismo del que hablábamos más arriba, autorreferencial, fagocitador de egos, pero que deteriora “la comprensión ilustrada” de la que habla el filósofo político norteamericano Robert A. Dahl como uno de los rasgos imprescindibles de la democracia.
Como decía Malraux, nuestra época es extraña. Pero a la imposibilidad de precisar las ideas de unos y otros, que él menciona y que también ocurre en nuestro castigado país, habría que sumarle la cada vez más banalizada y vaciada discusión pública local. Una cosa retroalimenta a la otra, en un juego automático y sin final a la vista.
Parafraseando de nuevo al intelectual francés: como no sabemos qué piensan quienes nos representan, menos sabemos desde qué hemisferio de la política están hablando y nada del proyecto de país que tienen, en caso de tenerlo, llámense como se llamen hoy las categorías de la política desde las que nos hablan.
*Periodista