Devalúan los gobiernos o devalúan los mercados. La economía argentina acaba de dar el salto de un régimen cambiario a otro. Durante los próximos meses, el país estará obligado a aprender de nuevo un orden diferente para administrar su vida material.
El cepo cambiario ponía en manos del poder administrador la regulación de un precio clave de la economía. La flotación administrada del tipo de cambio abre todos los procesos de la vida social a las certezas provisorias propias de una economía de mercado. Con sus riesgos y también con sus beneficios.
A diferencia de otros momentos en los que se recurrió al apoyo del Fondo Monetario Internacional para sincerar el régimen cambiario, esta vez el ancla fiscal parece más sólida. Pero el cepo cambiario era un ancla adicional –altamente distorsiva, inconsistente con la libertad de mercado y adictiva para una mala administración– que muchos percibían como una coraza de protección imaginaria frente a las bruscas inestabilidades de la economía global. Milei resolvió en el rumbo correcto; ahora navega a mar abierto.
El mismo día en que se produjo la confirmación oficial del más preocupante rebrote inflacionario en siete meses, el Presidente y su equipo económico anunciaron un acuerdo con el FMI que, en lo medular, implica una reversión de signo en las reservas del Banco Central y la adopción del nuevo régimen de flotación cambiaria.
Tan oportuno como necesario, el giro de la Casa Rosada dio por precluido lo que fue el debate más intenso de los economistas en los últimos meses: si existía o no un rezago cambiario. Ahora lo resolverá el mercado.
En realidad, los mercados venían diciendo lo suyo antes de los anuncios oficiales. Era el régimen cambiario anterior el que obligaba a vender reservas para evitar el sinceramiento. La pregunta del millón para los próximos días es el valor de equilibrio para el dólar. Porque ya no dependerá de una tabla de conversión fijada por el Gobierno, sino del juego de oferta y demanda, aunque acotado por piso y techo.
Antes y después de los anuncios de Milei, la clave para esa dinámica es la confianza en la solidez de su programa económico, el respaldo interno y externo, y la capacidad operativa y política del Gobierno para desarrollarlo.
La Casa Rosada venía ofreciendo señales más bien proclives a generar desconfianza. La más evidente: su propensión a inventarse conflictos, adicionales a los que ya tiene para estabilizar la economía. No tenía un frente abierto con la Corte Suprema de Justicia y, con una obcecación minuciosa, construyó allí la peor derrota institucional de su mandato.
Tampoco tenía acechanzas de sus principales aliados políticos, los que arrimaron los votos decisivos para el balotaje y las bancas imprescindibles para la gobernabilidad. También entabló contra ellos un litigio irresuelto.
En contraste con eso, la clave de los últimos anuncios de Milei es que consiguió factores de primera magnitud para generar confianza en los mercados. En medio de un sismo de la economía global, obtuvo un respaldo financiero sustancial del prestamista institucional de última instancia con características adecuadas para despejar dudas sobre los vencimientos de deuda, y en principio suficientes para fortalecer al Banco Central en el nuevo arbitraje del mercado cambiario.
Ayudas externas
Por mérito propio, el Gobierno concurrió al FMI en condiciones más propicias que gestiones anteriores. Llegó con números fiscales mejor equilibrados. También con mejores antecedentes en el manejo de los conflictos que en verdad tiene (y tendrá siempre) con los factores de resistencia al cambio económico.
El paro convocado por la CGT fue un fracaso porque la narrativa política del Gobierno ha sido perceptiva del hartazgo social con la dirigencia sindical y sus métodos.
Apenas concluido el plazo previsto para la huelga, la CGT intentó decir que el paro ya fue. La realidad es que el paro no fue. Los gerontes de la central sindical volvieron a demostrar que están vetustos, menos por edad que por doctrina.
Pero cabe pensar que los deberes de disciplina fiscal y solidez política no habrían sido suficientes para el acuerdo con el FMI sin la afinidad política de Milei con Donald Trump. Tan relevante parece ser ese elemento en la química del nuevo préstamo que para la inauguración del nuevo régimen cambiario Trump enviará a Scott Bessent, el secretario del Tesoro de los Estados Unidos, figura clave en la guerra comercial abierta por el mandatario norteamericano.
En medio de esa disputa que está reconfigurando la economía mundial, Bessent se tomará su tiempo para estar junto a Milei cuando en los mercados asomen las primeras iniciativas de apuestas contra el dólar. Una señal disuasiva de primer nivel.
Para comprender lo complejo de la escena, hay que considerar también el contexto global en el que se expresa ese respaldo. El mundo está en un momento de traumático ajuste del proceso de globalización. La nueva gestión de Trump impulsa un balance de ganadores, perdedores y transiciones de los actores económicos, e incluso de las instituciones preexistentes de gobernanza de la economía global.
En ese contexto altamente inestable está obligado a operar el Gobierno argentino. El margen de confusión es mínimo. Milei tiene margen sólo para dar la batalla cultural del rumbo económico.
Por ese torbellino externo (que en Argentina fue previo por la acechanza reciente de una hiperinflación), los insumos para la confianza o la desconfianza de los mercados y de los votantes serán vertiginosos. Mañana se leerán en el mismo contexto las pizarras de las casas de cambio y los resultados electorales de Santa Fe.
La principal oposición a Milei ya hizo su apuesta. Cristina Kirchner salió a instalar como eje discursivo la devaluación de Milei. La expresidenta sigue encarcelada en su paradoja: advierte con perspicacia cuál es el flanco adonde le conviene castigar como oposición, pero al ser ella quien enuncia el discurso crítico, Milei se beneficia con la legitimidad tácita que le ofrecen sus adversarios. Durante la última gestión kirchnerista, el dólar arrancó en $ 60 pesos y terminó en $ 1.000.